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miércoles, mayo 1, 2024

Intolerancia a los intolerantes y a los pendejos

Si hay una situación que le mide los grados de temperamento, las libras o kilos de paciencia y los niveles de tolerancia a cualquiera es tener como compañero (a) de vida a una insumisa, rebelde o desobediente.

No me ha tocado, o quizás sí, pero a quien le tocó lidiar con un espécimen así, según la historia, fue a Sócrates, el filósofo, aparentemente no tan sabio, pues se merendó a su joven esposa Xantipa, 50 años menor que él, y conocida por ardiente y carácter fuerte.

Ella era todo, menos una esposa pasiva o sumisa, es decir, un campo de pruebas para el pensador griego que, creía que enfrentarse a los retos diarios de su mujer era una manera de cultivar y practicar la virtud, enseñando, por ejemplo, cómo la adversidad puede ser maestra en sí misma.

Para Sócrates, la convivencia con Xantipa no era una prueba de tolerancia, sino una oportunidad de oro para pulir sus habilidades dialécticas y su fortaleza moral. Así, su matrimonio se convirtió en una lección viviente de cómo la verdadera sabiduría se forja en el crisol de la vida cotidiana.

Un ejemplo de excepción ese, no obstante, desde hace un buen tiempo, ante la crispación y resabios de los numerosos intolerantes o pendejos, siempre iracundos, casi como una religión o filosofía algunos promocionan a la tolerancia como una forma de vida pacífica y armoniosa.

Es más, otros muy optimistas arguyen que la tolerancia es incluso la base de la democracia y se encuentra estrechamente ligada al deber que tiene toda persona de respetar los derechos humanos de las otras personas.

Cosa difícil eso para los impacientes como yo pues una conducta tolerante implica un discernimiento individual para respetar y aceptar las diferencias, de todo tipo, de los demás.

No es fácil esa virtud, solo inherente en personajes excepcionales que, sacan lo mejor de sí o esconden o disimulan lo peor de ellos cuando se muestran prudentes ante los desatinos, barbaridades o disparates de los demás.

Ante la frecuencia cada vez más visible de la irritabilidad e intolerancia de gente fanática, enajenada o estúpida, ese comportamiento prudente se hace necesario, casi indispensable, ante el discurso de odio hecho amenaza para los valores democráticos, la estabilidad social y la paz que, se percibe cotidianamente en medios de comunicación, plataformas digitales y redes sociales.

Sin embargo, existe una comprensión errónea de la tolerancia pues tiene la capacidad de promover dinámicas liberales y formas de diversidad potencialmente conflictivas o autoritarias, especialmente con la modernidad y en Internet en las que, supone nuevos retos: la lucha contra la desinformación, la polarización y la ‘cultura de cancelación’ en plataformas digitales que no sólo limitan el pluralismo, el diálogo y la reflexión, sino que incitan al reaccionismo (oposición a la innovación) y al fanatismo.

Ante situaciones como esa, hace 60 años, el filósofo austriaco Karl Popper planteó la idea de que en una sociedad tolerante no se debe ser tolerante con aquellos que promueven la intolerancia, ya que esto podría llevar a la destrucción de la propia tolerancia. “Si queremos una sociedad tolerante, habrá que ser intolerante con la intolerancia”… ese planteamiento fue conocido como “la paradoja de Popper”.

Posteriormente, el polímata (sabe de todo) español Gregorio Marañón argüía: “Ser liberal es estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo”, es decir, libertad y tolerancia van juntas pues conocer el valor de cada individuo permite desarrollar la individualidad y aceptar las diferencias de ideas, creencias y valores como primer paso para construir sociedades abiertas y democráticas.

No obstante, no todo es aceptable, menos los discursos de odio con los que no se debe transigir ni se puede ser condescendiente y por ello la tolerancia debe tener límites, pues, no se puede tolerar a tanto intolerante, mediocre, corrupto u pusilánime que pulula por cualquier parte.

En términos prácticos, Popper enfatizaba que consentir o alcahuetear absolutamente todo significa también tolerar sin límites a quienes limitan las libertades de los demás: discursos homofóbicos, xenofóbicos o racistas, lo cual es inadmisible.

Esa paradoja implica establecer límites en la libertad de expresión, una propuesta en apariencia liberal, pero, ¿quién decide el límite de la tolerancia a la intolerancia?, y si es así, ¿deben censurarse todas las ideas intolerantes?

Mientras las ideas u opiniones intransigentes puedan contrarrestarse a través de argumentos racionales, éstas no deben censurarse, así, la coacción y la violencia son entonces el límite de la tolerancia, y como primera opción debe colocarse la libertad, el diálogo, el debate y el respeto.

Parte de la responsabilidad de cada quien es ser crítico de lo que escucha y observa para no reproducir información o datos falsos, erróneos o desvaríos que solo tienen como propósito alterar la paz de las personas que disienten o discrepan, o incluso generar conflictos globales y llevar a países a la guerra.

Así, la diferencia y la diversidad de opiniones deben ser los cimientos de cualquier sociedad, especialmente la nuestra, en la que promover la libertad signifique coincidir en valores, narrativas aceptables y en la promoción del diálogo y debate como la mejor herramienta para no tolerar la intolerancia, pues es ahí donde comienza el fin de las sociedades abiertas, inclusivas y democráticas.

Quizás por eso el filósofo francés Voltaire definía la tolerancia así: “No estoy en absoluto de acuerdo con lo que usted afirma, pero lucharía hasta la muerte para que tenga usted el derecho de expresarse”.

Cerca, en Austria, Karl Popper resumía su teoría en esta sola frase: “Tenemos, por tanto, que reclamar, en el nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia”.

Más acá y con mayor facilidad, con poca filosofía, pero mucho sentido común: no porque exista el perdón, otros tienen derecho a ofender o causar daño las veces que quieran.

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