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martes, mayo 7, 2024

Días felices

Rescaté algunos discos de vinilos de la casa de mis padres después que ellos murieran. Ahora que escucho a Frank Sinatra o a Perry Como, interpretando viejas melodías navideñas, no puedo evitar trasladarme hasta aquellos días de la infancia, cuando éramos felices sin importarnos lo que pasara en el mundo, así fuese una tal guerra en Vietnam o el asesinato de Robert Kennedy.

Los recuerdos emergen como manantial que brota de la superficie, formando vertientes varias cuyas aguas se precipitan ladera abajo hasta formar un tributario de remembranzas lejanas. Todo queda depositado en la profundidad de la memoria que, en pleno otoño de la existencia, va perdiendo los ángulos de aquellos acontecimientos.

Solemos mirar hacia el futuro por obligación y sobrevivencia, pero casi nadie se detiene a rememorar el pasado, quizás porque, como decía mi buen amigo Roberto Cabezas, que ahora goza de la paz del Señor, “A lo mejor, algunos no tienen nada bueno que recordar”. También porque el presente nos apura a fatigarnos, a mantenernos activos, mientras los recuerdos, cosas ya en desuso -piensan algunos-, no nos sirven en el presente ni en el devenir.

Desde luego que no estoy de acuerdo. En mi imaginación suelo trasladarme a esos lugares donde fuimos felices en la infancia; sitios de posibilidades varias, de puertas abiertas al campo de las travesuras; a las aventuras heroicas, río arriba, río abajo, de prolongados partidos de futbol en versión diurna y nocturna; de pandillas de salvajes que defendían territorios imaginados, en fin. Nuestra tribu se mantenía unida bajo el código de la lealtad y la libertad sin cadenas, hasta que llegábamos a la realidad del hogar donde las reglas eran muy diferentes.

Al llegar a casa me sumergía en las aventuras de Tom Sawyer y Robinson Crusoe, imaginando que las circunstancias bien podían ser adaptadas a las playas de aquel río caudaloso; a las líneas del ferrocarril, la empalizada de caimitos en Cazenave, las fincas de banano, los canales de irrigación en verano y los estanques –“creeks” decían los gringos- preñados de peces y tortugas, allá por Copén Aldea. Las hordas de la felicidad recorríamos los montes y sembradíos, más de una vez perseguidos por las jaurías de vigilancia de la compañía frutera.

Echo de menos todo aquello; tanto que prefiero no volver a esos escenarios de la felicidad porque ya nada queda: ni los detalles ni los personajes que se han ido lejos, algunos hasta el Cielo, como decíamos por aquellos días de andanzas eternas. La vida se encargó de separarnos para que viviéramos las verdaderas aventuras en el difícil recorrido por el mundo. Nunca más volvimos a vernos.

En el otoño de nuestras vidas es constancia pensar que quedan pocos años por delante; pero, en esos recuerdos pretéritos, de correrías por el oeste, peleando contra indios y vaqueros, arrestando asaltantes de la “Wells Fargo”, puedo reencontrarme con la paz, la ternura y el amor de los míos, haciendo las cosas que me gustan y que me causan felicidad eterna. Solo eso queda.

Aún conservo en buen estado el baúl de mis juguetes, cuyos habitantes tampoco existen; su lugar es ocupado por libros y objetos raros que he coleccionado a lo largo de los años. Es el único testigo de aquellos días felices.

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