Héctor A. Martínez
Sociólogo.
De las crisis a las dictaduras hay apenas un estrecho margen de peligrosa maniobrabilidad.
Un “pasito”, nada más. Resulta lógico: cuando el desorden impera en una sociedad – ingobernabilidad, escasez, delincuencia, protestas-, la mano dura del poder se hace “necesaria”.
Si Lenin hubiese visualizado el futuro que le deparaba a la Unión Soviética, habría viajado al pasado y hecho las de Herodes: asesinaría a Stalin en su propia cuna de recién nacido, y Putin no estaría haciendo las de Hitler con los ucranianos.
Todo es un hilo histórico. Si bien las dictaduras -declaradas y las “democráticas” como las que existen en América Latina-, son aborrecibles, no todas han resultado ser un fiasco. Hay casos de éxito de dictaduras visionarias, que de verdad han refundado sus sociedades, a saber: aquel Chile que pasó de ser un sistema socialista empobrecedor a una economía modernizante de mercado libre bajo el mandato del general Augusto Pinochet; la misma ruta que recorrió Deng Xiao Ping, el llamado “Arquitecto de la China moderna”.
Si nos fijamos bien, en ambos casos, las doctrinas, a pesar de ser diametralmente opuestas, guardan un punto convergente: la instalación de un sistema de mercado libre, de puro capitalismo. A pesar de torcer la democracia, los dictadores visionarios se preocupan primero por el crecimiento económico, a la par que reconfiguran las instituciones.
¿De dónde nacen las execrables dictaduras de derechas y de izquierdas – – que vienen siendo lo mismo–, tanto en la forma como en el fondo de su despreciable idiosincrasia? Existen dos maneras de gobernar un país: una, en libertad y en democracia, es decir, el funcionamiento de la sociedad es como la de una máquina bien calibrada; todas las instituciones están enfocadas en servir a los ciudadanos, que muestran su conformidad con los valores y las normas del sistema político.
Es cuando decimos que el sistema ofrece todas las oportunidades posibles para que los individuos puedan moverse libremente en procura de la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales, mientras en el ambiente se respira la posibilidad de ascender de una clase social a otra. En pocas palabras, la gente siente que prospera.
La segunda manera resulta ser todo lo contrario. Las crisis brotan en el día a día, mientras los gobernantes se muestran incapaces de resolver los problemas más elementales de la gente.
De hecho, creo que hasta provocan el desorden institucional para acelerar el control férreo de la sociedad. Hay revueltas sociales por doquier: la inconformidad de los ciudadanos contamina la atmósfera nacional, mientras el desánimo y la desesperanza se apoderan de los espíritus más excelsos.
El Estado se ve imposibilitado para atender las demandas sociales, mientras la inflación, el desempleo y los brotes delincuenciales impactan severamente en la estabilidad familiar. Cada quien trata de ver cómo sobrevive en la jungla del desorden institucional.
Frente a la progresiva angustia sobre el devenir que se presenta cada vez más oscuro, los ciudadanos tienen que buscar la manera de escapar del caos y la pobreza
galopante, sobre todo cuando tienen familias que mantener. Al contrario de las sociedades ordenadas y prósperas, los ciudadanos caídos en desesperanza, comienzan
a irrespetar las leyes y las normas, y ante la creciente demanda de recursos, la situación social se sale del control institucional.
A partir de entonces, el poder pasa del derecho al hecho: frente al desorden institucional y la disensión, el gobernante asediado, echando mano de la superioridad que le da el cargo o escuchando las estupideces de sus asesores, termina por imponer el estado de sitio, expulsa a sus opositores y envía las tanquetas a la calle: “soberano es el que decide sobre el estado de
excepción”, exclamará, invocando a Carl Schmitt, el filósofo que un día inspiró a Adolf Hitler.
De esta manera surgieron y siguen brotando –como hongos después de las lluvias– las odiosas dictaduras latinoamericanas.