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Honduras
jueves, mayo 16, 2024

Un caso de iracundia

Debió ser en 1983, hace cuatro décadas, cuando concluí de escribir una novela atrevidamente formal alrededor del tema de la guerra de 1969 entre Honduras y El Salvador y la envié a un certamen en España, creo que el Premio Café Gijón. Se titulaba “Bajo el almendro, junto al volcán” y, al tenor de los tiempos, que eran de experimentación osada en el arte de escribir, particularmente narrativa, hice lo que nunca: redacté el completo texto (90 páginas en formato carta) ¡sin puntuación! O sea que desde que comenzaba hasta la línea final, el asombro carecía de puntos, comas, signos de interrogación o admiración, los que eran sustituidos (sugeridos) por convenientes diálogos y cortes de párrafo. No conquisté el premio, pero recibí varias experiencias únicas de vida.

Lo primero fue que, olvidado de que participaba en el concurso, lo borré de la conciencia hasta que me llegó a San José, Costa Rica, donde yo residía, un breve cable de mi profesor y amigo Andrés Morris en el que me informaba que había dos novelas finalistas para la fecha del galardón y que una era la mía… El enigma se aclararía a la noche siguiente, cuando tras la ceremonia y cena en el famoso Café Gijón de Recoletos, en Madrid, fundado en 1888 por un asturiano y donde celebraron tertulias prestigiosas las figuras del arte español de los siglos XIX y XX, los jurados declararían al triunfador.

La obra (hoy por su 14° reimpresión) relata cómo en un pueblito del occidente de Honduras, el alcalde llama a los vecinos para que se alisten en una milicia improvisada y reciban instrucción bélica ya que el ejército salvadoreño ha perforado la frontera y puede caer sobre ellos en cualquier instante. El alcalde mismo se bautiza con el nom de guerre “Capitán Centella” y llama para adiestrarse a su hueste ––veinte mal nutridos y haraposamente vestidos campesinos analfabetas–– a quienes busca inspirar tan tierno y heroico amor patrio que se torna ejemplar.

Y de pronto, cierta noche, penetra un convoy militar que destroza los arriates del parque y se impone con bestia autoridad. “¡Los guanacos!”, gesticulan, pero no, es el ejército hondureño que por su formación verticalista hace igual daño que uno extranjero.

No supe más del concurso y entendí que había perdido. Al siguiente verano visité la editorial en Madrid y consulté si les interesaba publicar mi obra finalista. Un funcionario enfurruñado repasó el título de mi novela y respondió rotundo que no. Pero ¿por qué?, insistí. “¡Tu libro apesta!”, contestó. Con cara de jugador de póker, y con dignidad, me retiré. Jamás me dieron explicaciones hasta que las deduje yo mismo. Pues resulta que, en la versión original, al mirar el desastre que causa en el pueblo la propia tropa local el noble Capitán Centella estalla en ira: “¡la próxima guerra la vamos a comenzar nosotros!”, y para los cheles íberos, nietos de Franco y confrontados con el ETA, cuanto oliera a “revolución” era ofensivo y prohibido. Les agriaba la bilis y les coruscaba el intestino. Lo tomé por la buena y en la versión hondureña agregué una respuesta sabia de la alcaldesa a aquel exabrupto. “La perderíamos —reconoció ella— se nos adelantó la senilidad… Mejor enseñemos a los jóvenes a ganar la guerra de la paz…” El celta iracundo me hizo, de algún modo, gran favor.

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