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jueves, abril 18, 2024

La demagogia versión moderna

Desde que tenemos memoria, los políticos demagogos siempre nos han prometido un mundo mejor, a cambio de los votos necesarios para representarnos -según dicen- en el poder de la nación. Una vez en el poder, aquellas promesas de campaña que tanto entusiasmaron a los electores, se disuelven en la eternidad de los tiempos.

Nuestra fatalidad radica en esa vieja maña muy latinoamericana que es la demagogia. Desde Sonora hasta el sur chileno, los países siguen empantanados en la miseria que los políticos -de izquierdas y derechas-, nos han sumido desde el siglo XX. Pero los cuestionamientos y las súplicas parecen no hacer mella en aquellos. El latinoamericano promedio, a diferencia de los ciudadanos de sociedades desarrolladas, no tiene tiempo para entretenerse con los zigzagueos del poder, porque ocupa su mente tratando de sobrevivir en un mundo de apuros, y de escasez de oportunidades. El problema es que la gente cree que con hacerse a un lado, y dejar que los políticos hagan sus “cosillas”, los enredos del estado no traspasarán los muros del poder, y que la política nada tiene que ver con su hambre. La autoexclusión, por obra y omisión, ha sido aprovechada por los demagogos de toda laya, principalmente por los de izquierdas, y los “newcomers”, como Nayib Bukele.

La demagogia, parte indisoluble del ADN de la política latinoamericana, es el arte perverso de engañar al electorado con falsas promesas de un mundo mejor. Existen dos versiones: la tradicional y la “moderna”. En la tradicional, los políticos se conforman con mentir, incumplir, y volver al ciclo electoral con las mismas mentiras, pero pintadas de otro color. Esa es la versión “light” del asunto. La otra, la “moderna”, es un recalentado del fascismo y el estalinismo, muy peligrosa por cierto, desde todo punto de vista. La demagogia de hoy apela a una estrategia cuyo fin último es la toma del poder para no soltarlo en cincuenta años. Normalmente surge cuando los problemas sociales de un país se vuelven insoportables para las mayorías; entonces, los demagogos “modernos”, echando mano de un discurso salvífico, encienden la luz de las pasiones, y prometen sacar de las tinieblas al país sufriente, a cambio de los votos. Los más pobres, en su desesperación existencial, corren a las urnas para invocar al mesías que habrá de sacarlos de los problemas. Una vez que llegan al poder, esos “redentores” que normalmente se apartan del tradicionalismo partidista, se quitan el traje de oveja, y quedan tal cual son: “homo homini lupus”.

Establecidos en el poder, viene la peor parte: enfatizar en su propaganda que los problemas sociales se deben a la corrupción de los gobiernos anteriores, mientras la crisis se profundiza cada vez más. Los conflictos en calles e instituciones se ponen a la orden del día, mientras el desempleo obliga a miles traspasar las fronteras en busca de zonas más seguras. Nuevos señalamientos hacia los culpables de las crisis ponen a pelear a los amigos, familias y gremios, para ganar tiempo y para que la polarización maquille, un tanto, la incapacidad del gobierno. Entre más se profundiza la división social, más fácil se vuelve tomar las riendas de los problemas por la vía del decreto, de la soberanía del príncipe y del consentimiento de los ciudadanos.

El caos generado conscientemente, y con arreglo a plan, crea confusión y miedo, de modo que la gente comienza a apremiar al gobierno para que resuelva de inmediato. La vulnerabilidad es aprovechada para convencer a la gente de que se necesitarán dos periodos más para resolver esos problemas. Controlada la sociedad, los demagogos no quieren saber nada de críticas ni objeciones: prohíben el disenso. Y así se quedan gobernando por años, acaso décadas, en medio de los mismos problemas, pero con más hambre.

 

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