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jueves, mayo 2, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: Un Dios muy personal

Hector A. Martínez (Sociólogo)
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Tengo por norma no meterme a discutir con gente cerrada en temas como la política y la religión. Primero, porque no me gusta perder en las discusiones; y segundo, las trincheras tienen como propósito el pleito, nada más. Es como si alguien tratara de disuadirme para leer la saga de Harry Potter, o a perder el tiempo jugando “FIFA” en casa.

He visto el denuedo de algunos tratando de engañar a la gente sobre la no existencia de Dios mediante el uso de argumentos lógicos, de apariencia válida, apelando a la autoridad de quien los emite. La tesis consiste en afirmar, que empíricamente, no es posible demostrar la presencia de una espiritualidad magnánima sobre la que millones de creyentes alrededor del mundo mantienen una fe indeclinable; salvo un par de amigos que han decidido suspender la comunicación con Dios por accidentes en sus vidas que no terminan de entender. La perfección de Dios incluye las probabilidades estadísticas, el dolor entre ellas. Fuera de eso, el mundo sigue su marcha inexorable. Otros -y otras, desde luego-, prefieren seguir una vida mundana porque les resulta más cómodo entrarles a las pasiones carnales sin temor a las llamas del infierno.

He atravesado por dos situaciones con respecto a Dios. La primera es la que yo llamo “la inocente”, la que experimenta todo aquel individuo educado bajo los cánones de la familia, cuya pedagogía exige cierta veneración hacia Dios y la iglesia, sin importar las denominaciones. Y la segunda, la de la adultez, que es la etapa cuando Dios y la religión apenas forman una parte marginal en nuestras vidas, por estar metidos en la búsqueda constante del éxito y la autorrealización.

Negué a Dios cuando hice mis estudios en Biología, convencido de que solo la “res extensa” cartesiana podía hacer par con la teoría darwiniana de la que soy un convencido. Años después, al egresar de Sociología, con una formación más bien marxistoide, tampoco hubo espacio para Dios ni para su representación institucional en el mundo: la iglesia. Luego, todo lo que quise saber sobre Él, lo reduje a ciertos determinismos teológicos, quizás más influido por la tesis de la teología de la Liberación con la que llegué a creer -yo de inocente- que la instauración del Reino sería posible en los barrios pobres cundidos de pandilleros y “chuchos” abandonados. Fue cuando me di cuenta de que existía cierto folclorismo ritualístico que compartía el promedio de la feligresía -como mi abuela que le rezaba a San Antonio mientras me “puteaba” al mismo tiempo-, y que no correspondía, ni con los estudios que había alcanzado, ni con las verdaderas enseñanzas de Jesús, tal como yo las interpretaba. Debía haber algo más profundo.

Cierto día, decidí aceptar la invitación de un amigo para participar de un grupo católico donde hacíamos buenas reflexiones personales y sociales. Me ayudó mucho a enderezar mi sentido axiológico sobre la vida y el mundo. En ese tiempo llegué a entender que la fe no consistía en ganar la lotería, sino en hacer lo correcto para cosechar la paz personal. A partir de ese momento, supe que debía desligarme de la iglesia para no ser del montón -como mi abuela materna-, y vivir la existencia diaria de comunicarme personalmente con Dios Padre, la Virgen María y el Espíritu Santo. Puedo imaginar lo que piensan de mí en este momento, pero ¿qué quieren que les diga? si ya tengo más que probado y comprobado cómo funciona la cosa. Además, para los ateos: el universo tiene que haber sido diseñado por un geómetra muy inteligente, que hizo todo a la perfección, para que unos simples mortales calculen las atracciones planetarias, las cuatro fuerzas del universo, la velocidad de la luz y todas esas cosas que se las achacan a Newton, Einstein o a Hawking; sin olvidar al pobre Oparin que se desquició tratando de encontrar vida en el laboratorio. Pero nada. Fue Dios el creador de todas las cosas.

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