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jueves, mayo 2, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: El gerente en la empresa privada y en el Estado

Dirigir personas y recursos no es cosa fácil. En la empresa privada, por ejemplo, para investir como gerente a una persona, las competencias resultan ser la base de la selección de un aspirante a ese cargo tan importante para cualquier organización. Digamos que representan las guías de la actuación del empleado, en cualquier nivel. Se trata de descriptores que indican los niveles de desempeño que la empresa espera de cada empleado.

Un gerente, elegido para guiar su área o departamento, ha reunido una serie de méritos justificados, no solo por sus títulos universitarios, sino también por la demostración exitosa de dos tipos de indicadores: las métricas en el desempeño, y las conductas humanas basadas en el carisma con la gente. En suma: se trata de dar resultados, que es para eso que nos pagan, como bien decía el viejo Peter Drucker, el padre de la administración moderna.

En el Estado ocurre todo lo contrario. Hay dos formas para ser un gerente: una, la más vil: la vía politiquera; y la otra, no menos abominable, la de la acumulación de créditos “ad infinitum”, creyendo, cerradamente que a mayor número de diplomas, mayor eficiencia y eficacia. Es el típico sistema de los méritos por puntajes, representativo de la enmadejada burocracia que alguna vez mencionó Max Weber. La primera es la de los compadres; la de los “aleros”, las que imponen las camarillas organizacionales bajo el supuesto de transar favores sin trabas ni papeleos. La segunda es, la de la larga espera por el ascenso que, en muchos casos, nunca llegará por cuestiones políticas y revanchismos personales.

En el Estado, el gerente no decide nada. Es un simple tramitador; su mérito es la posición en la silla, no la decisión que abonará al negocio. No es el estratega que planifica y asigna recursos para obtener resultados. La matriz de resultados en lo privado se traduce en rentabilidad; en el Estado, los burócratas se limitan a rellenar los eternos formatos de metas que nunca se cumplirán.

Puede ser que nuestro gerente estatal -entiéndase ministro, coordinador o director-, ostente un título académico, pero sus competencias casi nunca son las mejores. Se trata de un político más, una pieza clave en la maquinaria del partido, que obedece y agiliza las órdenes según la premura y el mandato proveniente del olimpo institucional. En ese solio celestial, los dioses se rigen de conformidad a la maraña de políticas y manuales, reglamentos y ordenanzas, que no son otra cosa que cuellos de botellas de los procesos, ventanas abiertas para el trasiego de favores y mordidas. Si existen dos candidatos para la gerencia, no es al mejor a quien se acredita el puesto, sino al compadre recomendado, o al que posee la resma más gruesa de diplomas, aunque se trate de un inepto. “En eso consiste la meritocracia” -argüirán con el código en la mano los dioses-: pero eficacia y legalidad no necesariamente concuerdan.

Pues esa historia es la que explica el por qué en la empresa privada las cosas fluyen más rápido, por qué los procesos son más eficientes, mientras en el Estado casi todo resulta infructuoso, lento y corruptible. Mientras la estructura funcional del Estado es meramente política y dependiente de la cúpula partidista, en la empresa privada los flujos de decisión corren de arriba hacia abajo y viceversa, según matriz de decisiones. Si no fuese así, el negocio se viene cuesta abajo. Entonces rodarán cabezas.

No es malo soñar que un buen día, el menos pensado, las estructuras estatales llegasen a funcionar bajo la racionalidad de las empresas privadas, con gerentes competitivos; que sean modernas y eficientes, con arreglo a resultados, y no siguiendo los mandatos políticos que impiden el paso hacia el progreso y la modernidad. Y cada vez la cosa se pone peor.

Por: Héctor A. Martínez (sociólogo)
[email protected]

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