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miércoles, mayo 8, 2024

El “nuevo” contrato social

En los años que siguieron al derrumbe del sistema socialista soviético, me encontré en una reunión familiar con el historiador hondureño Longino Becerra, un profundo conocedor de la ciencia política y del marxismo. Ese día acababa yo de adquirir la selección de clásicos “Sobre el contrato social”, de José Emilio Balladares Cuadra que deslicé en las manos de Becerra con la pregunta: “¿Se cayó el contrato en la URSS?, a lo que el historiador me respondió: “De cierta manera sí, porque el partido en el poder se había vuelto más importante que la sociedad”. Su respuesta, aparentemente simple, no la comprendí del todo, sino hasta varios años después.

Fuera de lo anecdótico ¿qué es esto del contrato social del que casi nadie ha puesto la suficiente atención, sobre todo por estos días cuando los gobiernos pretenden tener un mayor protagonismo que la sociedad a la que se deben? Pues bien: la teoría del contrato social explica la forma de convivencia que debe imperar entre los miembros de una sociedad, de acuerdo con ciertas reglas de comportamiento moral y político, establecidas en una constitución y en los códigos institucionales. Ese acuerdo incluye, desde luego, el respeto de un gobierno hacia los ciudadanos, y de éstos hacia las autoridades, pero puede romperse cuando se instala un poder despótico, porque entonces, ya no se trata de un mutuo acuerdo sino de una imposición violenta que desconoce las reglas del contrato.

Pero también puede romperse cuando el sistema social -que incluye a los poderes del Estado, el sector productivo, las instituciones de justicia y seguridad- resulta incapaz de brindarle a los ciudadanos un entorno de tranquilidad y de progreso material.

Romper ese acuerdo se ha vuelto una rutina en América Latina, donde la incapacidad de los gobiernos para impulsar la democratización y el bienestar de la sociedad ha desembocado en una crisis de gobernanza y desorden institucional. La causa medular: la impotencia de los políticos tradicionales y las élites de poder económico para revertir los efectos de su incapacidad y desidia para integrarse al proceso de globalización desde hace 30 años.

En lugar de adaptarnos a las ventajas que ofrecía la globalización de la economía, las élites y los políticos tradicionales se atrincheraron cuando vieron amenazado su “statu quo”; los primeros porque los tratados de libre comercio los sacaría de los mercados globales, debido a la mala calidad de los productos; mientras que a los segundos, la frugalidad en el gasto que recomendaba el FMI y el BM, atenuaba el estrellato del Estado sobre la sociedad civil.

De modo que resulta más fácil y tentador concentrar el poder, blindarlo y perpetuarlo en el tiempo para que los amigos lo disfruten, que generar bienestar y riqueza vía capitalismo. Así lo entendió Hugo Chávez, y así lo interpreta el dictador Daniel Ortega, mientras Bukele quiere imponer una versión más “cool” del autoritarismo en base a las toneladas de “likes” que lo colocan a la cabeza del ranking politiquero, solamente superado por Shakira y Messi.

No hay tal contrato social. Lo que vemos hoy en día, es lo mismo que ayer: el “continuum” de aquellos sistemas que se volvieron un fin en sí mismos, a los que aludía Longino Becerra aquel día de 1992.

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