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miércoles, abril 17, 2024

El desorden social impide el progreso

Hay una referencia de Juan Linz en “La quiebra de las democracias”, que resalta una cita de Indalecio Prieto, socialista, y ministro de Hacienda de aquella España anárquica de los años de la Guerra Civil, que dice: “La convulsión de una revolución, la puede soportar cualquier país […] lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica”. Y por alguna razón me recordé de nuestra situación nacional, y de los conflictos que parecen no tener fin a corto plazo, lo que nos lleva a pensar que, de seguir esta caótica situación, las crisis se irán agudizando en los meses venideros, con resultados insospechados.

Al carecer de una visión panorámica de los problemas, a la gente le parece que cada incidente es un caso aislado, que brota espontáneamente sin arreglo a cálculo político. Pero no. Abundan los gobiernos que precipitan las crisis para sacar ventajas del desorden institucional, ya sea para ganar legitimidad, votos, o para borrar del mapa a sus “enemigos políticos”, como diría el jurista alemán, Carl Schmitt.

El desorden institucional es el extremo opuesto de la paz y la fraternidad que impera en las sociedades más avanzadas, con mejores niveles de educación democrática. En sociedades atrasadas, los conflictos duermen latentes, pero llega el día en que son sacados del subsuelo por políticos calculadores y demagogos, que los utilizan con fines propios, y de acuerdo con una agenda programada. ¿Por qué sucede esto con mayor frecuencia en países como el nuestro?

Existen razones para creer que el político latinoamericano está convencido de que el orden social solo puede ser establecido a través de la imposición y el uso de la fuerza; no de la fuerza del tolete y del gas lacrimógeno -de mucho prestigio en el continente-, sino la del decreto forzoso, y el capricho del Príncipe, que son medios más fáciles de utilizar que los consensos y las negociaciones. Además, la fuerza se impone cuando los gobiernos sienten que son incapaces de llevar a sus sociedades hacia el desarrollo, porque este camino está lleno de dificultades, y exige cumplimientos a largo plazo. Para que haya orden y progreso, como dice la enseña brasileña, se necesita transitar por este camino azaroso, pero que premia la constancia, la frugalidad en el gasto público, y la promoción del libre mercado.

Además, recompensa la inversión responsable en el sistema educativo, que se convierte en el caldo fértil de donde saldrán hombres pensantes, menos propensos al latrocinio y a la corrupción. Los altos índices educativos facultan a los ciudadanos a desarrollar el sentido crítico, que es la base fundamental de una sana democracia. Un promedio nacional de analfabetos condena a los ciudadanos a convertirse en presas potenciales de los demagogos que tanto abundan en toda la América Latina. Por cierto, la demagogia va más allá de la mentira oficial: es el medio preferido por los grupos oligárquicos para apropiarse de los recursos del Estado, de las riquezas de una sociedad, mientras se controla autoritariamente cualquier conato de malestar, de protesta y disenso.

El desorden institucional, la demagogia y la represión, son los síntomas claros de una sociedad que se muere a plazos; que requiere de cuidados intensivos para salir de las crisis. Son esas circunstancias las que tanto temía Indalecio Prieto.

Todo este cuadro clínico de fatalidad puede verse mejorado cuando surgen líderes cuyos designios políticos están enfocados en el enderezamiento moral de las instituciones. Líderes cuyo “ethos” está enfilado solidariamente en las estrecheces de sus congéneres, que les avergüenza el desprestigio de la sociedad que los vio nacer. Son estos lideres los que necesitamos para construir una sociedad de justicia, que promociona el pluralismo, y el espíritu emprendedor, para que la riqueza fluya en cada resquicio de la sociedad. Es la única manera de apuntar hacia el progreso.

 

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