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miércoles, mayo 8, 2024

Ciudadelas amuralladas y división de clases

Las urbanizaciones y las nuevas comunidades que se construyen para la clase media y alta en los alrededores de las ciudades de América Latina son áreas exclusivas que se han tornado, en cierta manera, inaccesibles para las personas que viven fuera de esos entornos “marginados”.

Esos perímetros exclusivos nos recuerdan las villas medievales amuralladas, donde las transacciones entre los pobladores -entiéndase esto como la disponibilidad de los bienes y servicios inmediatos-, se concentraban dentro de un recinto que aislaba la comunidad del resto de la comarca. Pues bien, el ciudadano de altos ingresos prefiere que sus actividades se concentren en un mínimo espacio donde él y su familia puedan gozar de una máxima seguridad, sin necesidad de rozar los linderos de barriadas donde se piensa que los pobladores suelen presentar costumbres diferentes a causa de una supuesta desintegración social.

El origen guarda dos significados: el confort –es decir, un estilo de vida elitista a lo “American way of life” y la seguridad misma, que son los enunciados básicos del mercadeo de bienes y raíces modernos-. ¿Cuál de las dos fue la simiente del fenómeno?, no lo sabemos con exactitud. Lo que sí es seguro es que estamos siendo testigos de una polarización geográfica cada vez más creciente, donde los pobladores de ingresos altos se atrincheran en ciudadelas fortificadas, mientras la seguridad privada va sustituyendo a la ineficiente Policía Nacional que, quiérase o no, está perdiendo la batalla contra el crimen organizado y los rateros de segunda.

No son pocos los intelectuales que han expresado su preocupación ante la explosión del fenómeno social. Mario Vargas Llosa y Jorge Volpi, entre otros, señalan que, ante la justificación valedera de la inseguridad, se deriva la inevitable condición social de la exclusividad y el simbolismo de la distinción arquitectónica que anuncia, a todas luces, que las clases altas no quieren saber nada del resto del mundo, y que resulta mejor circunscribir sus movimientos a un espacio delimitado.

Ante la creciente ola de criminalidad y el fracaso policial, los pobladores han comenzado a romper las reglas de convivencia cercando las calles aledañas a sus propiedades e instalando cámaras y garitas de control en las que hay que hacer un trámite más engorroso que en un puesto de control migratorio. San Pedro Sula se convirtió, con el pasar del tiempo, en una ciudad de cuadrantes, no solo geográficos, sino también de clases sociales y de subculturas urbanas. Las viejas familias de abolengo sampedranas fueron sustituidas por los “nouveau riche” que produjo la industria maquilera, los nuevos servicios y, por supuesto, los negocios del mal.

La dinámica del “marginamiento comunitario a la inversa”, como podríamos llamarle al afán de aislarse del resto poblacional, no solamente es geográfico, sino también cultural. Se propende, como diría Bauman, a mostrar que, en medio de la crisis, hay vencedores y vencidos; ganadores y perdedores. El resultado de esta irracionalidad distributiva del espacio va produciendo rupturas comunitarias, sectoriales y políticas, acarreando problemas de disconformidad y conflictos por la ocupación del escaso espacio urbano.

Pero, ese problema no durará mucho. Los políticos y tecnócratas tendrán que planificar el espacio para prevenir conflictos mayores y evitar una anarquía que podemos visualizar en el futuro cercano; algo así como un apocalipsis comunitario de efectos inimaginables.

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