Con la consolidación de Nicolás Maduro en el poder, se activa una nueva y peligrosa tendencia en América Latina: el afianzamiento de las dictaduras respaldadas por los imperios de China y Rusia, a las que se suma la incursión del crimen organizado en la
política.
Cuando Maduro advirtió que ganaría las elecciones “por las buenas o por las malas”, solo estaba asegurando el ambiente para el desenvolvimiento de los negocios tripartitas. Perder no era ninguna opción, aunque eso significara acudir al fraude electoral y a la represión, tal como sucedió.
Este “ménage á trois” entre imperios, dictaduras y el crimen organizado es una particularidad muy latinoamericana que no resulta fácil de entender, incluso para los politólogos, apegados a los marcos teóricos tradicionales.
Se trata de un triple mutualismo que aprovecha los mecanismos electorales de cada país, las ideologías justicieras y las justificaciones morales para desplazar a las viejas élites conservadoras, normalmente vinculadas con las líneas políticas provenientes de Washington.
El negocio es redondo: los imperios buscan relegar el poderío norteamericano sobre la región, liberar la presión poblacional en sus países y extraer los recursos a un costo de inversión bastante bajo.
Para ello es importante la seducción de funcionarios, políticos y líderes corruptos que fácilmente se deslumbran frente al fulgor del dinero y la promesa de la eternidad en el poder.
Así, el ascenso y permanencia de un régimen dictatorial garantiza que ese “joint venture” genere los réditos necesarios para cada uno de los socios.
Para ello hay que asegurar la sólida estabilidad del régimen, que solo es posible a partir de un financiamiento desmesurado; de ciertos ajustes constitucionales y de la forzosa conjunción de los poderes del Estado.
A lo anterior debemos sumar el control de las instituciones electorales para cumplir lo que Maduro ya sabía de antemano: el conteo amañado; la incongruencia de la contabilidad de las actas que no cuadran.
Desde luego que las protestas populares ya están calculadas en el tablero de comando, de modo que la represión se vuelve un mal necesario.
Sin los efluvios del miedo no hay poder que valga. Daniel Ortega lo sabe; Maduro lo sabe.
Sin el concurso de los militares –¿el cuarto socio? – el pataleo de los agraviados resulta estéril, hasta cierto grado.
Por primera vez, desde los tiempos del fascismo, las tiranías dictatoriales se afianzan bajo mecanismos complejos, sin que nada pueda frenar esa infección democrática que a punta de violencia reprime los derechos más fundamentales de los ciudadanos.
No existe fuerza internacional que pueda mediar entre la población defraudada y los abusos del régimen; la soberbia del autócrata se agiganta frente a las sanciones comerciales y a la tibiez de las Naciones Unidas.
Destronar a Maduro resulta en un imposible, no solo por la debilidad organizativa de la oposición, sino porque ignoramos los pactos entre las potencias involucradas, los intereses comerciales o la posibilidad de una repartición de los territorios, como sucedió en Yalta en 1945.
Salvo una cruzada a lo Gandhi o a lo Martin Luther King, las fuerzas opositoras tienen pocas opciones en esta fase avanzada de las dictaduras.
Frente a la imposibilidad, solo resta la resignación o el éxodo para los que no tienen cabida en el poder. O quedarse a pelear para ver qué pasa.