Después de ser sentenciada a 6 años de arresto domiciliario, acusada por actos de corrupción, los hinchas de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner se han hecho presentes frente a su casa para demostrarle que sigue siendo el símbolo ideológico más importante después de Eva Perón.
Desatendiendo las pruebas de la fiscalía que la incriminan, para los seguidores de la exmandataria lo más importante no son las travesuras ilegales cometidas, sino el símbolo espiritual que representa para sus consciencias sedientas de justicia.
En Bolivia, los fans de Evo Morales se han dedicado a causar destrozos porque a su líder no se le permite reelegirse por cuarta vez, a pesar de que la Constitución lo prohíbe. ¿Qué importa que el demiurgo andino rompa las reglas, si su figura resplandeciente supera cualquier normativa terrenal, cualquier dimensión espacio-temporal? “Me encantan esos gobiernos progresistas electos por un pueblo sediento de justicia”, me dijo bien contento un profesor universitario cuando Daniel Ortega se reeligió por cuarta vez en 2017.
¿Por qué motivos hombres probos y cultivados exaltan las figuras de gobernantes corruptos que transgreden las leyes o que manchan de sangre la historia de sus pueblos? Las explicaciones son más psicológicas que ideológicas.
Carl Gustav Jung decía que todos tenemos un lado oscuro en la psique que constituye lo que él denominaba “la sombra”, una especie de almacén donde tiramos las frustraciones y los recuerdos traumáticos que evitamos proyectar y que solapamos a través de una o varias personalidades diferentes. Estos aspectos no desaparecen, sino que permanecen “escondidos” a lo largo de nuestras vidas, hasta que llega el día en que se hacen presentes cuando las condiciones se muestran propicias.
Ese momento surge cuando un líder populista les hace saber a las masas que todo lo que odiamos por inmoral y corrompido debe ser barrido cuando este llegue al poder. Los odios, frustraciones y las experiencias reprimidas que yacen en la sombra de cada individuo, se canalizan y se traspasan a la imagen del prócer salvador.
Así, individuos de apariencia seria y ejemplar esconden tras de sí impulsos agresivos, egoísmos, envidias, cobardía, sed de venganza; todas ellas portadoras de energías que normalmente son de carácter destructivo. Si no somos conscientes de la presencia de estas condiciones en el yo, decía Jung, entonces la sombra toma control de nuestra psique y las manifiesta en forma de conductas agresivas o perversas, ya sea en actos violentos, en las redes sociales o, a manera de desquite, en las urnas electorales.
Sin embargo, cuando los íconos consagrados cometen un delito, los adeptos ignoran esos episodios, limpiando la imagen del adalid y proyectándola sobre sus enemigos -normalmente, las derechas, las oligarquías, el neoliberalismo- a quienes culpan de inventar narraciones malignas contra sus ídolos morales y justicieros. D
esde ese momento ya existe un blanco común que hay que combatir. Pero no todo está perdido. Dados los efectos peligrosos sobre la sociedad, resulta necesario desmontar ese andamiaje psíquico para que el engaño no se perpetúe en la Historia. Derribar los iconos “sagrados” que adulteran la verdad y reemplazarlos por figuras morales es un deber que se nos presenta ineludible. Demás está decir que se trata de una batalla cultural, política y moral de todos los días, que exige tiempo, esfuerzo y creatividad, pero que vale la pena emprenderla.