Hacia la década de 1950 el sentido de hondureñidad estaba deprimido. Finalizaba la imposición dictatorial del Partido Nacional de Tiburcio Carías (aquel era juguete de éste) y la sensación era que el pueblo jamás volvería a rebelarse, como había hecho múltiples ocasiones previo a 1936, con o sin razón democrática. Se probaba que el hondureño había sido castrado, como a gato o perro, para reducirle agresividad, proceso que culminó cuando se exilió al candidato liberal Zúñiga Huete a México en un avión con carne congelada y tomó el poder Gálvez que, pese a ser acólito del azul sátrapa, jugó regular papel.
Desde entonces, cayó sobre la personalidad catracha horrible y falsa definición: que era cobarde, “aguantatodo”, se le monta quien quiere, olvidando que, como en el resto del istmo, su pasado beligerante había humillado a castellanos, ingleses e incluso norteamericanos. Doblaban lomos sus cobardes políticos, no el pueblo.
Precioso documento que rebate aquello es la segunda Carta de Relación enviada por don Pedro de Alvarado a Hernán Cortés, donde le informa lo difícil de conquistar Cuzcatlán (El Salvador), territorio poblado por nahuas, lencas, mayas chortís, mayas pokomames, xincas, cacaoperas y chorotegas. Tal lucha empezó en 1524 y acabó en la década de 1540 con la pacificación del señorío potón o de lencas salvadoreños de la zona oriental (la rebelión de Lempira duró 12 años). Por servir a Su Majestad, redacta Alvarado, “partí a un pueblo Atiépar, donde fui recibido por los señores y naturales del lugar”. Pero “a la puesta del sol, sin motivo ni propósito (…) remanesció todo despoblado y la gente alzada hacia el monte”. Siguió a Tacuilula y luego a Taxisco y Nacendalán, donde sucedió lo mismo: hola, adiós, excepto que ahora traía tras sí “mucha gente de guerra golpeando la retaguardia, que me había matado muchos indios amigos”.
Ordena su hermano negociar y fracasa; sus mensajeros indios tampoco regresan. En Pazaco hay “caminos cerrados y muchas flechas hincadas en tierra” más indios que descuartizan un perro como sacrificio a los dioses. En Tacuxcalco ve tantos guerreros esperando que “era para espantar” por “sus lanzas enarboladas de 30 palmos”. Los Señores de Cuzcatlán le remiten mensajeros “para dar (…) obediencia a Sus Majestades, que querían ser vasallos y ser buenos” pero al arribar todos se van a la sierra”. Les reclama son felones (mentirosos) y que vuelvan pero contestan que “si para algo los quería allí estaban en la sierra con sus armas”…
Advierte que los herrará como esclavos y les cobrará once caballos que le habían palmado más los gastos de guerra (algo acá suena muy similar a Gaza) pero como no retornan “por más entradas al monte que mandé hacer” y porque llegaba el invierno “mejor mándeme volver a Guatemala…”
Miles de documentos narran que tal hálito de resistencia contra la opresión se alonga por la colonia, el gobierno federal y los Estados nacionales desde el siglo XVI al XXI: naciones en apariencia dormidas que despiertan a la batalla cívica o física, como atendiendo el pensamiento de Mandela: “Ser libre no es sólo romper tus cadenas sino vivir respetando y mejorando la libertad de los demás…” pues quien ignora la historia jamás comprende el presente.