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jueves, abril 25, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: La prosperidad que no llegará

Hay dos escenas que no puedo olvidar de los años 90 y que representan la algarabía con la que festejábamos el advenimiento de la globalización: la de un guerrero Massai utilizando un teléfono móvil, y la de una mujer -muy luchadora ella-, en una canoa transportando cosméticos de una marca bastante conocida, a lo largo del río Amazonas. Son meros símbolos nada más; una pequeña muestra de una nueva era, en la que creímos ingenuamente que la prosperidad tocaba a las puertas de los países subdesarrollados, y que los conflictos sociales, si bien seguirían formando parte del paisaje mundial, ya no tendrían los apocalípticos alcances de aquella tirantez que tuvo como protagonistas a los Estados Unidos y a la extinta Unión Soviética. Se trataba del “fin de la historia” a la que aludía constantemente Francis Fukuyama, sin imaginar el inocente hegeliano que las cosas se irían por otro lado.

Hoy en día, debemos aceptar que hemos sido timados por quienes escriben la historia. La supuesta democratización de la sociedad y la abundancia material que se suponía surgiría como un derivado natural del libre intercambio de bienes y servicios, se extraviaron en algún lugar del planeta o fueron secuestradas por fuerzas extrañas que vinieron allende del espacio sideral. Al menos no se hicieron presentes en países como Honduras, donde los escasos esfuerzos por crear una sociedad más inclusiva y un mercado más participativo no pasaron de ser una simple publicidad que aparecía en los folletos y revistas de las Naciones Unidas y de organismos como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Con esto de la globalización, los hondureños hemos recorrido tres estaciones en el viacrucis de la historia: la primera sucedió en un plano meramente global cuando se nos dijo que gozaríamos de todos los beneficios del intercambio de bienes y servicios; en la segunda, cada gobierno que llegaba al poder interpretó la globalización a su manera, pensando más en la comodidad de las élites que en las grandes masas poblacionales. La tercera oleada se llama “la del fracaso”, que es la que estamos viviendo. El mercado y la política naufragaron por completo, por amaño, por escasez de inteligencia y por ambiciones de grupos.

Al principio se nos dijo que para mejorar la economía había que achicar el Estado para reducir los costos, mientras se propugnaba por un mayor crecimiento económico, vía inversiones y exportaciones. “Menos Estado y más mercado” era la consigna. Pero ni aquel se redujo, ni este creció: el primero se hizo más grande y el segundo se quedó enano como un niño malnutrido. Ante la imposibilidad de hacer del Estado el conducto para que fluyera el bienestar, las élites gobernantes decidieron atrincherarse en sus propios domos de la complacencia, haciendo del mercado libre un reducto sin opciones para los otros; de la democracia hicieron su instrumento particular para afianzarse en el Poder, y de la sociedad civil… bueno, que cada uno se salve a su manera, o que las buenas gentes encomienden sus almas a la divina Providencia.

Es decir, ni crecimiento ni derrame económico, ni burocracia estatal reducida al mínimo. Lo curioso de este fenómeno es que los ciudadanos, a pesar del futuro sombrío, de la incertidumbre y sin mejores opciones que largarse de este país, siguen apostando por los políticos tradicionales como la única opción para mejorar el mundo de miseria en que vivimos.

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

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