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miércoles, mayo 1, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: Es peor la medicina que la enfermedad

“Salió peor la medicina que la enfermedad”, decían los abuelos, cuando alguien trataba de arreglar una situación confiando en su buen juicio, pero que, al final de cuentas, terminaba empeorando las cosas o echándolas a perder. Tal es el caso del Gobierno de Honduras que -confiando en el buen juicio de sus economistas asesores-, ha decretado el control de precios de algunos productos de la canasta básica, con la intención de combatir la especulación y la “voracidad de los mercaderes y productores”, según dicta el discurso oficialista. La solución, pues: la vía del edicto para “defender los derechos de los ciudadanos”.

La gente en la calle aplaude la medida, aunque no entienda el trasfondo politiquero.

Los precios en un mercado no se controlan, se dejan a la libre elección de los consumidores. Un mercado funciona perfectamente cuando los ofertantes disponen de bienes y servicios para satisfacer las necesidades de la población, mientras haya gente dispuesta a pagar por ellos. Alimentos, vestuario, transporte, salud y educación, entre millones de ejemplos, son algunos de esos bienes y servicios necesarios en la vida cotidiana de cualquier ser humano. El papel que desempeña la oferta y la demanda es fundamental para que el mercado funcione ordenadamente, de lo contrario, la anarquía se apoderaría de cualquier nación. Un empresario, un industrial y un productor agrícola, un veterinario, un mecánico de coches, un jardinero, todos por igual, son agentes de valía en una sociedad. Sin su concurso, muchas de nuestras necesidades quedarían sin suplir, mientras la angustia, el desabastecimiento, el contrabando y los mercados paralelos e ilícitos, se apoderarían de los individuos.

Es lógico que cuando un producto es codiciado por la población, su precio se verá incrementado, en vista de que cualquier comerciante querrá aprovechar la oportunidad para ganar unos pesos de más. Es un acto egoísta, sí, pero muy humano. Pues bien: a este detalle es al que los demagogos y académicos de izquierda le denominan “especulación”, ignorando que los precios hacen las veces de sistemas de información en un mercado no intervenido. Por el contrario: si ese producto deja de tener interés para el público, el precio de éste tendrá que bajar necesariamente, pues nadie estaría dispuesto a pagar más de la cuenta por un bien de escaso interés social.

¿Puede un comerciante, un productor o un vendedor de frutas subirles descaradamente a los precios? Puede, perfectamente, pero eso implicaría que la gente se iría a otro lado donde pagaría menos por el mismo producto, salvo que todos los gremios de productores de un país decidan ponerse de acuerdo. Y eso no es posible. Un producto tiene un límite permisible de precio: no se puede alterar al antojo sin que los agentes involucrados paguen las consecuencias. Un comerciante se quedará con las bodegas llenas si se aprovecha de los consumidores alterando los precios por puro placer; de modo que solo tendrá dos opciones: o pierde por necio, o gana quitando la pegatina con los precios adulterados.

De ahí, pues, la necesidad de que los mercados funcionen libremente y que no sean intervenidos por una agente externo como el Estado, porque -como dicen- resulta más dañina la medicina aplicada que la enfermedad que se quiere combatir. Las medidas de intervención estatal, en nombre de la justicia y los derechos humanos, casi siempre están revestidas de populismo, demagogia y de controles, que peligrosamente pueden extenderse hacia otros sectores de la sociedad.

Lo que deberían intervenir los políticos, incluyendo los ministerios de economía y las direcciones de comercio interior, son los monopolios, los oligopolios, los “laissez passer” aduaneros y el contrabando, para ver cómo les va.

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)
[email protected]

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