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sábado, abril 27, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: De la pobreza educativa a la corrupción nacional

En Honduras, como en algunos países de América Latina, imperan dos tipos de pobrezas muy hermanadas entre sí: la educativa y la cultural. Si la pobreza educativa le impide al individuo tener acceso a una formación de buena calidad, su consecuencia inmediata, la pobreza cultural imposibilita el disfrute de las actividades que contribuyen a forjar el espíritu y los valores para la edificación de una sociedad de respeto y de prosperidad.

La una lleva a la otra. Un bajo nivel educativo suele estrechar la aprehensión del entorno que rodea al individuo, y anula las posibilidades de asimilar los fenómenos culturales que ocurren más allá de la comunidad donde éste se desenvuelve. Bajo esas circunstancias, no es de extrañar que los gustos y las preferencias de las personas menos educadas, sean los mismos que exhibe la masa promedio; los mismos patrones de consumo que caracterizan a los grupos más o menos homogéneos de la sociedad. Y cuando hablamos de patrones de consumo, no hacemos referencia únicamente a los bienes materiales, sino también a las ideas y a las estrechas formas de pensar que caracterizan a las masas incultas.

Las sociedades con un mejor nivel educativo suelen exhibir un remarcado apego por las exquisiteces culturales, pero también -y lo más importante- es que puede apreciarse entre sus ciudadanos los valores que fortalecen los vínculos entre los grupos: el respeto, la disciplina, la honradez y la lealtad, entre muchas otras.

La pobreza educativa y, por tanto, la cultural, abraza a todos los grupos sin distingos de ninguna naturaleza; toda la sociedad está prefabricada con los mismos parámetros psíquicos y volitivos que solemos exhibir para cada situación. Es lo que suele llamarse como idiosincrasia nacional”.

El tema suele ser muy delicado -y complejo-, y los académicos, acostumbrados a reducir a simples fórmulas los fenómenos, o a categorizarlos en taxones antropológicos, no estarían muy de acuerdo con nosotros, aunque la experiencia cotidiana basta para hacernos una idea de lo mal que andan la cosas por estos tiempos. Con un promedio de quinto año de educación primaria, resulta lógico que nuestra productividad científica, la innovación y la creatividad, así como la inventiva nacional brillen por su ausencia, en una sociedad donde la precariedad económica exige soluciones de corto plazo: sobrevivir, por ejemplo. Sin estos elementos indispensables para alcanzar el desarrollo, es lógico concluir que cualquier ciudadano puede llegar a romper su esquema de valores que aprendió en casa, apremiado por las estrecheces y lo grisáceo de su porvenir.

Pero eso no es lo peor: sin los valores precisos y bien remarcados que exige toda sociedad avanzada, los ciudadanos no tienen muy claro cuál es el camino que deben seguir para alcanzar una vida próspera en lo material y en lo espiritual. Pero tampoco lo tienen los líderes. Todo el sistema social se encuentra anémico de los elementos axiológicos que se refuerzan dialécticamente a través de un sistema educativo de calidad.

Pareciera que los valores que estamos cultivando no son los que conducen hacia el progreso y al respeto, sino, todo lo contrario: se remarca el éxito rápido, la competencia atropelladora, y el desprecio por la cultura y el buen gusto. No son, de ninguna manera, el apego al trabajo edificante, el sacrificio como inversión, el respeto por los otros diferentes, ni la solidaridad. Y, sin esos fundamentos que le dan vida a una sociedad, resulta lógico pensar que cualquiera puede ser presa fácil del crimen organizado o de la corrupción política, que es por lo que somos mejor conocidos en el mundo. Así las cosas, si nuestro sistema educativo sigue manteniendo indicadores del Cuarto Mundo, las consecuencias no podrán ser otras que el fracaso generacional, la anarquía y más pobreza. Y el ciclo seguirá repitiéndose.

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

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