Herbert Rivera C.
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Ese, más que un país era un paisaje, bucólico o de fantasía, como el salido de la imaginación de Lewis Carroll en su libro “Alicia en el País de las Maravillas”. Ahí, lo increíble era posible y lo imposible creíble porque lo que parecía difícil resultaba fácil y nada era imperfecto, al contrario, todo era exacto, cabal, preciso, y así, era el Estado de la perfección.
Se trataba pues de un mundo feliz, carente de problemas que resolver u obstáculos y barreras que sortear. Todos se despertaban alegres y también dormían felices pues abundaba la buenaventura y las tristezas no tenían cabida en ese lugar.
En ese terruño, sin las preocupaciones que agobian, era excelente en cada ciudadano el estado de salud físico y mental y de esa forma llegaban plácidamente a ancianos centenarios que no morían de viejos o enfermos sino cansados de tanto descansar o de aburrimiento por siglos pletóricos sin ninguna queja ni nada que lamentar, y por eso, sin pleitos que arreglar ni litigios que dirimir ellos mismos preferían colgar el alma y se obligaban a expirar.
Era impecable el sistema de salud que, al estar todos sanos no servía para nada y por eso el equipo comprado nunca fue desempacado desde que fueron inaugurados los hospitales, jamás traídos de Turquía y que seguían cerrados porque nadie ni siquiera le daba gripe y menos una fiebre, aunque por el trópico abundaran las picadas de zancudos y mosquitos, de virus y bacterias, enfurecidos con esa salubridad.
También era intachable su infraestructura educativa vacunada desde siempre contra la ignorancia, la estupidez y en consecuencia contra el analfabetismo erradicado hacía siglos por apóstoles de la enseñanza y del aprendizaje que parlaban en casi todas las lenguas y dialectos terrenales, pero sabios que eran todos en esa sociedad perfecta, mejor preferían callar.
Justo es decir que cualquiera de cualquier parte hubiese querido nacer y habitar ese lugar, pues como no, era ese un remanso de paz, la gente era prudente y tolerante, aunque en excepcionales ocasiones aparecía algún semoviente descarriado de la intelectualidad sobretodo en el “Consejo de Estado”, y si alguna vez hubo alguna discrepancia nadie se acordaba pues seguramente llegó la coincidencia de opiniones y todo se solventó con sólo pestañear.
Ahí no existía ni el pecado que condena, ni delito que castigar y asi las iglesias con sus profetas y apóstoles, los togados y los tribunales no existían y tampoco las cárceles y los reos, y además el cielo y el infierno no tenían lugar porque en ese Edén todos vivían en armonía y en paz.
Se trataba aquella de una sociedad perfecta con ciudadanos probos, cívicos y pulcros, sin leyes, porque dueños de si mismos y perfectos timoneles de su albedrío y destino, no habían normas o reglas que respetar, ni leyes ni códigos por romper o quebrantar.
Así pues, con buen tino y sin divergencias ni controversias y menos sobresaltos, cada cuatro años se reunían para de manera democrática y en sosiego con solo levantar la mano decidir quién iba a gobernar.
El goce y el disfrute eran plenos como en ningún lado, porque allí sí había bienestar consecuencia de ciudadanos en plenitud de sus facultades y cumplidores de sus responsabilidades que, en el goce de sus derechos eran lógicos y sensatos a la hora de escoger y elegir a auténticos estadistas que sí supieran ese país administrar.
Como resultado de tal sapiencia y del buen juicio ciudadano, ahí nadie robaba porque todos no tenían necesidad y por eso no existía la corrupción ni en gobernantes y menos en gobernados pues hechos tan simples como ser impuntual se consideraba muy grave y repudiable y era suficiente motivo para renunciar y ser enjuiciado por hurtar un tiempo esencial.
Había mucho progreso y desarrollo que destacar y celebrar y el erario era sagrado, ajustaba y sobraba para todo porque sin ser una nación poderosa o rica, se hacían muchas obras porque en mandante y mandatarios nunca existió el interés de corromperse y robar.
Eso bastaba, no habían revoluciones ni demagogias palaciegas, y sí había un orgullo nacional por la buena gobernanza que sus habitantes y el gobierno podían presumir a nivel mundial, en lugar de mendigar y dar lástima para que a cambio de acceder a la caridad de otras potencias o países dejarse examinar para que les pudieran donar.
Por ello, tras cumplir con excelencia todos los requisitos de la probidad e integridad, eran examinadores y no examinados, y desde el norte hasta el sur, ese paraje idílico o utópico eran digno de elogiar e imitar.
Todo aquello es nada más intangible y ficticio y por eso solo un cuento por contar y con el cual se pueda soñar y esperanzar; en lo real en los países de saqueados y saqueadores hay exámenes como los de la tal Cuenta del Milenio, raras veces aprobados, cuyas calificaciones sirven para dar lástima o vergüenza nacional y si la nota es buena para que a través de la piedad y la misericordia foránea, otras naciones puedan financiar lo que en la patria sus gobiernos no hacen ni hicieron porque se dedicaron y jamás se cansaron de tanto robar.