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domingo, julio 13, 2025

El caballo del rey y la CICIH

Una célebre fábula relata la historia de un joven que había sido condenado a muerte en algún reino lejano. Antes de ser ejecutado y como último recurso, solicita que le envíen un mensaje al rey: “si perdona mi vida, me comprometo a enseñarle a hablar a su caballo”. El rey, curioso, decide darle audiencia.

En efecto, el reo le asegura que, después de cinco años de lecciones intensas, el caballo hablará. El rey acepta el trato y suspende la ejecución. Cuando alguien le pregunta al súbdito por qué hizo una promesa imposible, él responde: “En cinco años, muchas cosas pueden pasar: puede morirse el rey, puedo morirme yo… o quién sabe, tal vez el caballo hable.”

La anécdota ilustra la apuesta por el tiempo como estrategia para posponer lo inevitable. Una apuesta, además, que suele disfrazarse de esperanza, pero que rara vez produce resultados.

Esa historia nos viene a la mente cada vez que se anuncia una nueva prórroga del Memorándum de Entendimiento entre el gobierno y las Naciones Unidas para la eventual instalación de una Comisión Internacional Contra la Corrupción en Honduras (CICIH).

La última prórroga fue firmada hace pocos días y sinceramente ya perdimos la cuenta de cuántas se han rubricado desde que se suscribió el primer memorándum hace varios años.

El asunto es que seguimos sin una comisión, sin un acuerdo concreto, sin un proyecto de ley enviado al Congreso Nacional y, lo que es más preocupante, sin un verdadero compromiso institucional para que este mecanismo nos venga a apoyar en la lucha contra el cáncer de la corrupción.

El problema no es solo de forma, sino de fondo. Una comisión como la que se anunció requiere voluntad política, pero también condiciones legales, independencia real, respaldo técnico y, sobre todo, una disposición sincera del Estado para ser examinado.

Desde hace tiempo, el proceso ha estado lleno de señales contradictorias, incluyendo discursos que exaltan la lucha contra la corrupción, mientras en la práctica se desmontan mecanismos de transparencia, se atacan a voces críticas y se blindan estructuras de impunidad. Al final, las prórrogas sucesivas terminan siendo una salida diplomática para no reconocer que la CICIH no llegará durante este gobierno, que termina en enero de 2026.

No lo hará porque nunca existió una voluntad real de contar con una entidad independiente y con los conocimientos técnicos para romper la coraza que otorga impunidad a los corruptos.

No lo hará porque se ha preferido seguir postergando, al grado de inventarse una reforma constitucional totalmente innecesaria y cuya aprobación es casi imposible considerando la correlación de fuerzas y la limitada capacidad de concesos entre estas en el Poder Legislativo.

Es cierto que la instalación de una comisión de este tipo no es sencilla. Tampoco lo fue en Guatemala con la CICIG ni aquí con la MACCIH.

Pero, al menos en esos casos, existieron momentos de ruptura y liderazgo que impulsaron su existencia, aunque fuera temporal y después se arrepintieran quienes la aprobaron al ver su eficacia. Hoy, en cambio, lo que domina es una administración del tiempo político basada en la dilación.

Un año más, otra carta a Naciones Unidas, otro anuncio solemne, y todo sigue igual. Desde el punto de vista jurídico, incluso, cabe preguntarse si tiene sentido seguir prorrogando un memorándum que no obliga a nada, que no genera efectos vinculantes y que, al no tener resultados concretos, empieza a parecer un simple instrumento simbólico.

La legitimidad de cualquier comisión internacional anticorrupción no vendrá de una prórroga, sino de acciones verificables. Y hoy no hay ninguna. La paradoja es que la lucha contra la corrupción fue una de las banderas principales del actual gobierno.

Pero convertir esa bandera en una promesa incumplida puede tener consecuencias más graves que no haberla izado nunca. La frustración cívica, el escepticismo creciente, el descreimiento en las instituciones… todo ello erosiona más la ya frágil confianza ciudadana. Al final, queda la imagen del caballo. Un animal que no hablará, no porque le falte tiempo, sino porque nunca se le pensó enseñar de verdad.

En esa metáfora vivimos hoy; con un rey que quizás ya no cree en la promesa, un pueblo que empieza a sospechar la farsa, y un súbdito, en este caso, el gobierno, que solo espera ganar tiempo. Pero el tiempo, como en toda fábula, también se acaba. Y cuando ocurra, lo que quedará no será solo un caballo mudo, sino una democracia debilitada por promesas que se usaron para distraer, no para construir.

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