Desde hace mucho no recuerdo haber tenido un fin e inicio de semana tan triste como el más reciente. Primero se quedaron sin luna las noches más oscuras de este país con nombre de hendidura, con el despeje a lo ignoto, del probablemente más grande cantante que ha parido Honduras.
Por supuesto, no podía ser de otra manera, me refiero al gran Moisés Canelo, “Moi”, un conocido muy especial y amigo de todos. Reconozco que soy llorón y lamenté hasta la lágrima la partida silente de “la voz romántica de Honduras”, la ida del cantante de buen vibrato, la salida de este mundo del costeño con un jilguero en el gaznate que, animó a todos y alebrestó a muchas en esas tantas veladas de bohemia.
Esa tristeza lúgubre llegó igual cuando a Guillermo Anderson le dio por ir a dejar un encarguito y no volvió y ahora, desde el viernes 13, seguramente ambos -el ceibeño y el limonense de Colón- en lugar de aburrirse y descansar en paz, aleros y colegas que fueron, se inspirarán otra vez y en el cielo armarán la fiesta con la parranda incluida.
A ambos los conocí, artistas virtuosos y cantantes de excepción, alguna vez fueron mis invitados en dos canales de televisión, entonces muy vistos pero hoy venidos a menos, a casi nada, en San Pedro Sula.
Ahí di cuenta de lo que ya sabían todos, de que eran los mejores, inigualables e insuperables en su calidad de gente y como artistas. Reencuentros o coincidencias posteriores en eventos culturales, en fiestas que amenizó y en una celebración carnavalesca en la que me lo encontré me hizo abusar de su confianza y lo llamé “Moi” trato que nunca rechazó.
Hace años no lo volví a ver, pero intermitentemente me enteraba de sus andanzas por la vida y con la música hasta que con la reciente noticia supe de su fatal partida al más allá o al más acá.
Después, cuando más alegre debía estar me entristecí más, también hasta desbordarse la pupila, en la festiva efeméride patria del 15 cuando en las ciudades y bajo el escarnio de un embravecido astro rey, miles de niños, muchachos adustos (quemados tostados, ardientes) y guapas jovencitas se esperaron por exaltar y destacar lo bueno y bonito del país. Lejos, en el olvido y en el abandono, algo diferente, nunca raro, de hecho, muy frecuente, ocurría a la orilla de un barranco, en una carretera que es más bien un camino para bestias de carga.
Ahí, en esa vía de la modernidad cavernícola nuestra, allí hasta donde no llega el progreso ni el erario para los pobres porque se lo quedan los ricos, decenas de niños, sus padres y sus maestros, cuesta arriba, exhibiendo próceres vueltos héroes en esos brazos débiles, de niño desprotegido pero capaz de cargar en sus alforjas sus sueños y los anhelos de su patria, paisanos lencos marcharon enjundiosos pero olvidados por el poder.
La pantalla de un celular visibilizó la gesta cívica que, seguro estoy emocionó a miles al verlos marchar en ese pedregal, sin temor a dañar sus piececitos o los zapatos de los afortunados que los tienen y sin pavor a quebrar sus piernas en ese calvario de olvido, abandono y miseria.
Esa es la patria que tienen, la que los cobija y cuyas autoridades han abandonado siempre, es la misma que ellos recuerdan con orgullo casi feliz hasta el punto que se arriesgan a despeñarse en un abismo con un civismo a toda prueba como lo demostraron los héroes más chiquitos en San Marcos de la Sierra, en Intibucá.
Aplausos. Ahí, en esa pobreza de los departamentos marginados por los políticos que como Calígulas modernos dilapidan todo, no hubo ostentosas palillonas ni engreídos cadetes simulados, ni falta hicieron, después de todo la gana de querer a Honduras le sobra a los más pobres.
Luego, como para proseguir en el viacrucis cotidiano o con el rosario de desgracias, mientras a diario decenas arriesgan la vida y enfrentan la muerte a bordo de una moto, en ese ambiente anárquico que prevalece en el litoral, un ambientalista y defensor de la vida cayó abatido por las balas y la cobardía de un sicario. Ahí, otra vez, mostró sus garras y sus fauces la maldad y la perversidad de los inversores de la política y de los “explotadores del hombre por el hombre” que son los autores intelectuales del asesinato del predicador Juan López.
Es ese crimen, la reiteración de la misma historia y la repetición de otras muertes de protectores de la naturaleza que, por lo mismo debían ser sus vidas cuidadas, pero al contrario su existencia fue desprotegida a pesar de defender la vida, de predicar la palabra de Dios y de ser autoridad en sus comunidades.
Así, no hay manera ni motivos para estar alegres o felices, ni siquiera con el circo diario que protagonizan los políticos, especialmente en Tegucigalpa. Con esa consternación he vivido esta semana, con la frustración por el ambientalista asesinado, con la esperanza que el desfile de los pequeños intibucanos haya movido las piedras dirigenciales para que al fin les cambien la vida.
También, sin la alegría del cantante amigo silenciado, de quien lamento no haberlo destacado más cuando estaba vivo en lugar de resaltarlo ahora que está muerto, costumbre inveterada del humano que vemos en los demás ambulantes defectos cuando están vivos y virtudes solo cuando no caminan más. Perdón Moi.