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domingo, mayo 5, 2024

De la corrupción al autoritarismo

Manuel Ávila Camacho, fue presidente de México entre 1940 y 1946. Tenía un hermano, Maximino, un ególatra y parrandero, el típico macho alfa de las pelis mexicanas de esos años. Maximino se aprovechaba de la posición de su hermano para hacer lo que le daba su santa gana: regalaba dinero a manos llenas, hacía obsequios a las mujeres más bellas, mientras se paseaba en sus coches de lujo y asistía a las corridas de toros los domingos. Cuenta Enrique Krauze en “La presidencia imperial”, que Maximino le preguntó a su sastre particular si quería algo especial para regalarle, así fuera una gasolinera, u otra cosa que él quisiera. Así era el Maximino de parejo, y como él, hay miles y miles de casos bastante parecidos, aunque a escalas diferentes.

Esas historias en la política, como las del hermano del presidente Manuel Ávila Camacho, no han desaparecido del paisaje latinoamericano; quizás no con la desfachatez del dandy de Maximino, al menos no en los escenarios públicos, pero sí a través de los edictos legislativos, o de los negocios turbios que facilita la concentración del poder, la discrecionalidad de las partidas confidenciales, y las “ayudas” populares que manejan alcaldes y diputados. De hecho, no han sido la pobreza y la ignorancia de los ciudadanos las únicas causales de la corrupción política, sino también las ideologías estatistas como el socialismo, el (Neo) liberalismo y la versión deshidratada del Estado de Bienestar keynesiano. En cada una de esas versiones ¡mire usted lo que son las cosas! nuestros políticos han aprendido a sortear las trabas legales y, más allá, a sacarles provecho en nombre del progreso y la inclusión. Lo que no sabemos exactamente es a qué progreso y a cuál inclusión se refieren.

El Estado siempre ha sido la fuente de inspiración para los políticos venidos a más; de los profesionales frustrados, de los mediocres, y de los que no encuentran chamba en el sector privado por su incapacidad para ofrecer resultados. También de médicos sin pacientes, de empresarios que no venden nada, de ingenieros civiles sin contratos de valía, y de abogados que quieren expandir el radio de acción de su bufete. Todos resuelven adentrarse a la política para alcanzar el sueño de la movilidad social ascendente; de la vida glamorosa, y de las veleidades que otorga el poder, para dar rienda suelta al sensualismo y a la vida regalada. Freud tenía razón.

Pues bien: de la corrupción a la concentración del poder, o mejor aún, a los autoritarismos, hay apenas un “pasito”. De lo contrario, díganme ustedes, ¿quién querría gobernar con cortapisas fiscales y con veedurías anticorrupción, contando apenas con cuatro, cinco o seis años en el poder? ¿De cuándo acá hay que rendir cuentas y someterse a los dardos malintencionados de los representantes del pueblo en las cámaras legislativas? Además, es poco el tiempo otorgado para concluir los proyectos previstos en campaña: desde los personales hasta los sociales. En eso tienen razón los políticos, y por ello, una vez llegados al poder, la agenda, o la llamada “hoja de ruta”, frase que tanto fascinaba al expresidente Juan Orlando Hernández, hay que extenderla más allá de las prescripciones constitucionales, no sin antes, ponerse de acuerdo todos los amigos, unir voces y cantos, y tratar de no señalarse las mañas y los pecadillos cometidos. “Juntos todo es mejor”, como decía una máxima que no recuerdo dónde la leí. Una vez concentrado el poder, una vez que las voces disonantes han bajado de tono, por amenaza o por omisión, entonces comienza una nueva era en la historia de cualquier país. Llega el tiempo entonces, de hacer las del buen Maximino Ávila Camacho: ofrecer gasolineras y regalos costosos, o bonos de beneficencia. Así se mantiene estable el poder.

 

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