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sábado, julio 12, 2025

Crecer sin olvidar: la historia también es estrategia

En el mundo empresarial, donde el lenguaje de los estados financieros, los objetivos trimestrales y las métricas de productividad dominan la conversación, a veces olvidamos que las organizaciones, igual que las personas, también tienen una historia.

Esa historia importa, no solo por respeto a quienes la construyeron, sino porque encierra los valores, las decisiones y las lecciones que dieron origen a su identidad, por lo que son fundamentales para su futuro.

Toda empresa que ha logrado trascender su etapa fundacional lo ha hecho porque, en algún momento, alguien creyó con convicción en una idea. Esa etapa inicial suele estar marcada por decisiones difíciles, formidables sacrificios personales, apuestas arriesgadas y principios innegociables.

Sin embargo, cuando esa historia no se preserva, es fácil que las nuevas generaciones (herederos, socios o ejecutivos) gestionen la empresa como si fuera apenas una máquina que produce resultados, sin comprender de dónde viene ni hacia dónde debería ir.

Contar la historia de una empresa no es un acto decorativo, ni algo que deba quedarse en un folleto conmemorativo en su aniversario. Es, en realidad, una herramienta de gestión cultural. Cuando se narra con autenticidad y propósito, esa historia permite conservar la integridad del esfuerzo original, proyectar una visión de largo plazo y evitar que la empresa pierda el rumbo en medio de los vaivenes del mercado o las modas del management.

Esto es especialmente importante en las empresas familiares, donde muchas veces los valores que guiaron a los fundadores (honestidad, trabajo duro, compromiso con la comunidad, trato humano) no aparecen escritos en ninguna parte, pero están profundamente presentes en la cultura de la organización.

Si esos valores no se transmiten con claridad, pueden diluirse con el tiempo. Y cuando los valores se diluyen, las decisiones se vuelven transaccionales, el liderazgo se fragmenta y la empresa deja de ser lo que fue. Preservar esa historia no implica mitificarla.

Implica documentarla, compartirla y convertirla en una narrativa viva. Una que explique por qué se tomaron ciertas decisiones, cómo se superaron las crisis, qué se priorizó en momentos clave, y qué cosas no estuvieron nunca en venta, ni siquiera en tiempos difíciles.

Esa memoria organizacional puede ser un recurso valioso tanto en procesos de sucesión como en momentos de expansión, profesionalización o transformación. Uno de los valores más subestimados, y al mismo tiempo más necesarios en el contexto actual, es la paciencia del fundador.

En muchas historias empresariales, el crecimiento fue una consecuencia natural de hacer bien las cosas durante años, no el resultado de una carrera por escalar a cualquier costo. Transmitir esa visión a las nuevas generaciones es clave para evitar que se persigan resultados inmediatos sin medir las consecuencias.

En un entorno que glorifica la expansión rápida, es fácil caer en la trampa del endeudamiento excesivo, los proyectos improvisados o el desgaste organizacional. Recordar que la empresa fue construida paso a paso, con prudencia financiera y visión de largo plazo, ayuda a contener impulsos cortoplacistas que rápidamente pueden comprometer su sostenibilidad.

El legado del fundador no solo está en lo que creó, sino en cómo resistió la tentación de crecer sin fundamentos. Ese tipo de sabiduría también se puede heredar, pero solo si se comunica y es “absorbida” a través del tiempo por los sucesores.

Las nuevas generaciones que se incorporan a una empresa llegan con un imaginario en construcción acerca de lo que significa pertenecer a esa organización. Sin referentes claros, ese imaginario se llena de suposiciones, o peor aún, de métricas impersonales, que reducen la relación laboral a un simple intercambio económico.

Por eso, pedirles compromiso sin brindarles contexto equivale a exigir lealtad a un símbolo vacío. Cuando los sucesores conocen la historia de los fundadores, las adversidades que enfrentaron y los valores que guiaron sus decisiones, por ejemplo, renunciar a atajos financieros para preservar la calidad, o invertir en la comunidad antes de que fuera obligatorio, internalizan un marco ético que ningún manual de procedimientos puede imponer.

Ese conocimiento transforma la obediencia formal en convicción personal; el joven ejecutivo que entiende que la empresa se levantó sobre la confianza del primer cliente cuidará la reputación con la misma urgencia con que cuida sus propios logros profesionales.

En un entorno donde muchas organizaciones pierden su alma al profesionalizarse o internacionalizarse, conservar y contar bien su historia puede ser una ventaja competitiva.

No se trata de vivir en el pasado, sino de reconocer que, sin memoria, una empresa puede crecer, pero sin identidad. Además, si no se transmiten los valores esenciales que guiaron a sus fundadores, esta pueda sucumbir.

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