En medio de las amenazas de las dictaduras; de la idiotez amenazante de las opiniones impuestas, en fin: frente a esta polarización social que desfigura los retazos de democracia que nos quedan, existen millones de personas que viven sus vidas aislados de la política y de lo político, como si nada pasara en sus vidas.
La repulsión tiene un nombre que se encasilla en un simple formulismo: “La política es para los políticos”, suelen justificar muchos para desprenderse irresponsablemente de algo tan inextricable que, a su parecer, solo los malévolos practican.
“A mí, la política no me da de comer”, me espetó una profesora universitaria en las vísperas de unas elecciones.
Ese estribillo es muy común escucharlo en cada rueda electoral, pero tiene su razón de ser: los desmanes cometidos por los gobiernos a lo largo de la historia de nuestros países, aunados a la pobreza y las crisis, así lo confirman.
Sin embargo, lo que la académica no avizora es que buena parte de la culpa cae sobre la sociedad civil por mantenerse alejada de ese mundillo que a todos nos parece asqueroso, pero que resulta vital para alcanzar nuestros ideales.
La profesora cree que puede vivir en una isla, como Robinson Crusoe, sin imaginarse que los caníbales detrás de Viernes le alcanzarán tarde o temprano.
La política impregna cada faceta de nuestras vidas, desde los precios de bienes y servicios, tasas impositivas, calles en mal estado, huelgas, colas para sacar licencias de conducir hasta los odiados enredos burocráticos.
En otras palabras, nuestro porvenir depende en gran parte de la política y de nuestra capacidad de influir en lo político. Aunque la diferencia sea una simple vocal, son dos cosas diferentes, aunque relacionadas.
Se entiende la política como el arte de alcanzar el poder y organizar las instituciones, mientras lo político es la forma en que se organizan los individuos para hacerse sentir frente al poder, incluyendo los medios utilizados en zanjar los conflictos sociales entre los diferentes, como decía Hannah Arendt.
En las democracias más insignes, como la norteamericana, los ciudadanos suelen sentir el peso de la política en las decisiones de los gobiernos –sean demócratas o republicanos–, ya sea en los impuestos o en los precios que pagan por los seguros de toda especie.
Sin embargo, ante cualquier exceso cometido, las protestas de las organizaciones de la sociedad civil harán sentir su presencia, o en las elecciones se verán a las caras con el partido en el poder.
Ese accionar es lo que suele llamarse “lo político”. A la profesora y a los millones que piensan de manera similar, debemos recordarles que el ser humano es de naturaleza política, proclive a la acción y a modificar su entorno cada vez que sus aspiraciones se vean afectadas, sobre todo por las decisiones que toma, o no, el poder, en especial en un sistema dictatorial.
En dictaduras como Nicaragua o Cuba, las posibilidades son casi nulas. Patronatos comunitarios, gremios, asociaciones, iglesias, clubes, redes digitales, una vez conjuntadas y organizadas, pueden obrar maravillas cuando ejercen sus derechos para influir en lo político.
Es decir, la democracia solo es posible con actividad política permanente, no con individuos que viven aislados, como si nada estuviera pasando en sus vidas.