Después de mis rutinarias caminatas por el “Politseiaed”, o “Parque de la Policía”, en Tallin, la capital de Estonia, suelo dirigirme puntualmente a las 10 de la mañana al KeskTurg, uno de los varios mercados que funcionan en esa capital ubicada a orillas del Báltico. La razón: es la hora de las “piruzhki”, las afamadas empanadas rusas, rellenas de carne y vegetales, cuyo olor inunda los alrededores del barrio Lastekodu. Los viejos de origen ruso hacen fila para adquirirlas lo más pronto posible, aunque el motivo de la asistencia va más allá de lo gastronómico: es de afiliación cultural y de reafirmación comunitaria. El KeskTurg procede de los tiempos del dominio soviético en Estonia, y los rusos, que representan un 40 % de la población, se acostumbraron a visitarlo cotidianamente para adquirir productos agrícolas y perder el tiempo charlando con amigos y vecinos. Cada mañana, de manera puntual, los jubilados se dan cita en esa plaza para charlar animadamente de cualquier cosa, algo que lastimosamente me pierdo porque, de la lengua de Tolstoi y Chéjov, no entiendo nada. Hombres y mujeres se reúnen a conversar en grupos pequeños alrededor de cada establecimiento, sean estos de frutas, pescado o baratijas. En esas pequeñas comuniones todos parecen ser amigos; los proveedores participan con igual entusiasmo, y hasta sospecho que muchas de las veces discuten acaloradamente como si estuvieran a punto de pelearse. A diferencia de los mercados de Helsinki o Riga, que son más glamorosos, el KeskTurg no es ninguna maravilla arquitectónica; es un campo abierto, aunque muy ordenado e higiénico, como todo lo que se trata de alimentos en Europa. Junto a los puestos de frutas y verduras se disponen pequeñas tiendas de conveniencia -que me recuerdan las pulperías hondureñas- y puestos que ofrecen sopa de tomate, o “bursh”, los “palmeni” y el infaltable “chucrut” o repollo avinagrado. Hay una tiendita que es muy especial para mí; un destartalado “changarro” cuyo propietario, un viejo setentón que exuda un olor penetrante a alcohol y tabaco, expende “souvenirs” de la extinta URSS, en forma de pines, medallas, vinilos de música clásica, tarjetas conmemorativas, calendarios, revistas de todo tipo, amarillentos ejemplares de “Pravda” e “Izvestia” de los 80. No siempre se le antoja abrir el negocio, pero cuando me ve llegar debe alegrarse mucho: sabe que yo atesoro esos valiosísimos recuerdos, y cada una de mis visitas le representa no menos de 60 euros. El valor de lo adquirido excede al precio. En ese mercado, las mujeres -que me recuerdan las rollizas “babushkas” de la campiña rusa-, dominan el comercio en un 95 por ciento. Son poco amigables, excepto con sus paisanos con quienes conversan no menos de diez minutos en cada transacción. Mi vendedora preferida, una treintona que nunca se baja el cigarrillo de la boca, cada vez que me da el cambio, me guiña un ojo en señal de agradecimiento. Con eso me basta. Así se pasan los meses. A pesar de la discreta xenofobia, no dejaré de visitar esa vitrina viviente que es el KeskTurg; aunque sea solo para deleitarme con esas reuniones cotidianas que sellan la marca de una comunidad lejana, atrancada al extranjero, donde se entrelazan las tradiciones y costumbres de una tierra que inspira nostalgia, la misma que sintió Nabokov cuando hizo de los Estados Unidos su segunda patria. Sin importar las barreras culturales, uno puede percibir en un mercado los elementos representativos que encapsulan la esencia de un pueblo, revelada en los símbolos de la gastronomía, colores, sabores y olores, sin dejar de lado las posturas corporales, gesticulaciones y expresiones faciales. Todo englobado en ese pedazo de Rusia que es el KeskTurg, enclavado en una tierra distante y misteriosa para un hondureño, como yo.