Existe en el latinoamericano promedio la percepción engañosa de que el Estado debe ser una especie de patriarca protector, proveedor y solucionador de todos los problemas sociales habidos y por haber.
Una forma de Moisés político o el tirano ilustrado de Roa Bastos en “Yo, el supremo”. El Estado, pues, lo es todo en la vida. La magnitud de tal descomedimiento resulta comprensible, especialmente en el Tercer Mundo, donde estamos acostumbrados a poner la mano para recibir ayudas y donaciones, y a conseguir dádivas y recursos gratuitos o “a precio de gallo muerto”.
La concepción que se forja, de manera creciente y alarmante, se internaliza de tal forma que llegamos a creer que ese monstruo sin rostro, pero omnipresente, fue creado con fines benefactores y como figura central de nuestra existencia.
Que nada es posible fuera o dentro del Estado. Además, recordemos, la reproducción de este juicio, universal como es, se despliega de padres a hijos en el seno de las familias nucleares –una práctica muy latinoamericana-, a través del maestro escolar formado en las instituciones estatales o en la arraigada doctrina eclesial de la salvación cristiana.
Todo ello contribuye a forjar ese mito asentadamente paternalista y patriarcal que, de manera intencional, va creando dependencia y desidia, o cerrando las posibilidades de los individuos a la creatividad y la innovación.
¿Quiénes creen que contribuyen a sellar esta representación simbólica sobre el Estado al tiempo que colaboran en la legitimación del desmesurado crecimiento burocrático, tan propenso a la corrupción institucionalizada? La mayoría, sino todos, de académicos e intelectuales que elevan a la categoría de ideología la convicción de que existe un mundo más humano y más moral que aquel sobre el que se asienta un “capitalismo salvaje” y un mercado insensible a las necesidades de los más pobres.
Atrapados en una fe ideológica incontrovertible, maestros, pensadores y artistas convocan la presencia universal del Estado, imaginando que la justicia social y el bien común jamás serían posibles sin su concurso filantrópico.
A partir de aquí resulta lógico deducir que una sacralización de tal naturaleza debe llevarnos a otra idea más firme aún: a más Estado, mayor protagonismo justiciero que certifique la equidad social. Como en el deseo sexual, una cosa lleva a la otra.
¿Quién podría disentir contra la lógica legitimada de que un Estado con esas características requiere de una burocracia enorme para concretar la sagrada misión salvadora? Los amantes del estatismo, entre ellos los socialistas y los regímenes autoritarios puestos de moda alrededor del mundo.
Pero llega el día del desengaño amoroso, porque resulta que una burocratización excesiva crea una exagerada dependencia partidista, esparce controles sobre lo diverso, abjura del pensamiento libre y dicta el discurso personal, gremial, comunal e intelectual.
Eso podemos consultarlo con quienes vivieron durante la Guerra Fría en el este europeo. La engañifa descubierta obliga a nuestros intelectuales a callar, por vergüenza y por conveniencia, y a vivir condenado a llevar una doble vida.
En conclusión, un Estado fuerte y efectivo no significa un Estado desmesurado, propenso a la corrupción, rico en redes de privilegiados y controlador del quehacer ciudadano, sino aquel que redirige las instituciones para que la creatividad individual explote en beneficio propio y de la sociedad entera.