Los tiempos en que nos toca vivir, son tiempos difíciles, tiempos de pesadilla. No solo porque luchamos arduamente para satisfacer nuestras necesidades materiales, sino también por salvaguardar el débil tejido comunitario que hasta ayer gozábamos.
La paz y la concordia han sido sustituidas por la tirria y la polarización, promovidas por el mismo sistema político con fines que todos ya conocemos.
Estamos viviendo una especie de involución cultural que niega la cooperación y la tolerancia entre los individuos; una especie de entropía social, si apelamos a la física. La cooperación -síntesis racional de la especie humana- es una muestra del grado éxito del ser humano; sin ella, caemos al nivel más bajo de la escala zoológica; sin ella nos negamos el camino hacia la adaptación y la sobrevivencia como especie.
Esta división no es ninguna coincidencia de los tiempos líquidos a los que aludía Bauman, no. Para el sociólogo polaco, la crisis actual era el producto del achicamiento del Estado y la movilización repentina de las inversiones de un lugar a otro, que dejaba a grandes poblaciones desprotegidas, sin la certeza del futuro.
Ocurre precisamente lo contrario. Los regímenes autoritarios de hoy agrandan el tamaño del Estado para controlar cada segmento de la sociedad y cooptar cada decisión individual. Las inversiones huyen precisamente donde no funcionan las economías de escala ni las condiciones políticas favorables.
Pero hay causas más profundas y peligrosas detrás de este fenómeno que para la mayoría son de carácter político. La escasa democracia que tenemos; los saldos minúsculos de libertad que gozamos, se ven cada vez más amenazados por un sistema político filtrado por redes criminales de dimensiones insospechadas.
Palabras como equidad, justicia, soberanía, poder popular y revolución no son, sino, una especie de espejo que, como el de Alicia, refleja una realidad que niega la intención del discurso.
La desconfianza, el miedo y los odios obligan a los individuos a autoexcluirse a la intimidad, tratando de llevar una vida normal que no es tal; ignorando -no sin angustias- la realidad circundante y lo que pasará en el futuro inmediato.
Eso hizo que me recordara de un libro que adquirí en Berlín hace dos años: “El Tercer Reich de los sueños” de Charlotte Beradt, donde la periodista alemana hace un recuento de lo que sueñan los ciudadanos judíos en los días previos a las deportaciones y los pogromos.
Eran sueños extraños, cuya simbología común era el miedo y la incertidumbre del mañana. Orwell decía que se trataba de “Un mundo de pesadillas en que el líder máximo o la camarilla amenazante controlan el futuro y el pasado”.
Este fenómeno onírico debe estar reproduciéndose en varios países de América Latina, sin lugar a dudas.
Lo del socialismo y la nueva era de igualdad no hace más que recordarnos aquellas ficciones de los regímenes oprobiosos del siglo XX en los que muchos inocentes participaron con entusiasmo, y que luego deploraron tardíamente cuando descubrieron el fraude.
Debemos decirlo: para enfrentarse a un sistema que no ofrece más que desesperanza y odios, hará falta algo más que partidos y elecciones: se ocupará valor, liderazgo, constancia, unidad e inteligencia para revertir toda una situación que no es ningún salto de la cantidad a calidad, como pensaban los marxistas, sino un estado de miseria y de represión. Los venezolanos lo saben.