Esto lee la Constitución de la República: Artículo 51. “Para el ejercicio de la función electoral, créase un Consejo Nacional Electoral y un Tribunal de Justicia Electoral, autónomos e independientes, sin relaciones de subordinación con los Poderes del Estado, de Seguridad Nacional, con personalidad jurídica, jurisdicción y competencia en toda la República. Los actos y procedimientos administrativos, técnicos y de logística corresponderán al Consejo Nacional Electoral y los actos y procedimientos jurisdiccionales en materia electoral corresponderán de manera exclusiva al Tribunal de Justicia Electoral con jurisdicción y competencia fijada por la Ley. La organización, atribuciones y funcionamiento de los organismos a que se refiere este artículo están establecidos en esta Constitución y las leyes que en material electoral y consulta ciudadana se emitan, cuya aprobación, reforma o derogación requiere mayoría calificada de al menos dos terceras partes de los votos de la totalidad de los diputados que integran el Congreso Nacional”.
Esos conceptos son claros, no requieren interpretación antojadiza alguna, y la idea que los inspira es que las elecciones, para efectos de la confianza ciudadana y de credibilidad internacional, las maneje un ente autónomo e independiente donde los políticos no tengan que estar metiendo la cuchara, ni en la manipulación del proceso o para torcer lo meridiano ya establecido en la ley superior.
Pero aquí es la de nunca acabar. La vez pasada, cuando tocaba aprobar el presupuesto del Consejo Nacional Electoral, cuyo único fin, como instrumento administrativo, consiste en dotar de recursos económicos suficientes al ente electoral, para el manejo de las elecciones, a alguien o a varios diputados se les antojó que aquello podían utilizarlo para trastocar la facultad autónoma e independiente que la Constitución y la Ley Electoral claramente otorga al organismo. Y ni cortos ni perezosos, metieron entre las disposiciones varios disparates reglamentarios, como si algo de naturaleza subalterna pueda modificar lo que no solo la Ley Electoral sino la misma Constitución contempla.
Ello sería, despojar, vía un instrumento administrativo, de la independencia y autonomía con que constitucionalmente ya cuenta. Es más, sin subordinación a ningún otro Poder. En otras palabras, la descabellada intención de reformar la Constitución recurriendo a disposiciones generales metidas en una Ley de Presupuesto.
Uno de tantos desvaríos incluidos fue obligar al CNE a recibir la autorización de SIAFI (una oficina de Finanzas) para el desembolso de los fondos. En otras palabras, amarrar el CNE vía el otorgamiento del dinero, a una oficina del Poder Ejecutivo.
Algo a lo que no está obligado ningún otro ente autónomo e independiente, ni la Corte Suprema, ni el Ministerio Público, ni el Tribunal Superior de Cuentas, ni la Procuraduría. Y, vaya ironía, la disposición la zamparon pese a un dictamen de la misma Procuraduría advirtiendo que tal arbitrariedad era inconstitucional.
Hoy, algo parecido. Vía dictamen del presupuesto electoral se les ocurre -ya que, para las internas y primarias de los partidos, los políticos quieren contar con la misma parafernalia de las generales – de tales o cuales cosas en las mesas electorales, en los sistemas informáticos, tecnológicos y de transmisión de la institución– pese a que constitucionalmente las decisiones sobre “actos y procedimientos administrativos, técnicos y de logística corresponden al Consejo Nacional Electoral”. Aquí juegan dos aspectos.
El jurídico, que sería la evidente injerencia política en la competencia exclusiva que tiene el organismo autónomo e independiente que maneja el proceso electoral que, a todas luces, sería un despropósito. Y el político. Ello es, el escándalo introducido al debate público, dizque “no se quiere aceptar que haya tal o cual cosa en tal o cual lugar en el proceso de votación, conteo y transmisión de resultados, para evitar que haya fraude”.
Y como aquí son gallos en teorías de conspiración, ya con eso, los políticos y sus bulliciosas bocinas tienen material suficiente – amén de todas las campañas de descrédito que montan las pitoretas premonitoras del apocalipsis– para desprestigiar aún más el proceso electoral e infundir desconfianza a la ciudadanía. (En lo jurídico –tercia el Sisimite– no habría jurista conocedor del derecho que contradiga el análisis planteado si no hay vuelta de hoja que se trata de la tesis jurídica correcta. -Y respecto a lo otro –interviene Winston– al aspecto político.
Si la pretensión en la Cámara legislativa es contar con todo eso que juzgan necesario para impedir actos fraudulentos, ¿por qué los partidos no elaboran el listado de los juguetes que quieren? Bien pueden ponerse de acuerdo las bancadas en la misma Cámara, (cuáles serían los juguetitos y los adornos del árbol navideño que apetecen) y se lo hacen saber a los concejales del CNE, para que estos, en uso de sus facultades los consigan.
¿No te parecería esa una mejor solución a esos ensayos que hacen de redacción de un artículo innecesario dizque para que nadie se moleste y celebrar que llegaron a consensos? -Pues –consciente el Sisimite– eso sería, una petición formal, pero respetuosa, de las bancadas al CNE, que puede ser avalada por las autoridades de los partidos, contentiva de su aspiración tecnológica para las elecciones internas. -Improbable –concluye Winston– que el pleno del CNE vaya a desestimar tal petición. -Dudamos –suspira el Sisimite– que hagan caso a la sugerencia. Nada sobre lo que razonar cuando “esta mula es mi macho”).