Recientemente, en un foro de televisión, un alto funcionario del gobierno insistía en que la libertad de expresión exige que la información difundida sea “verdadera” y “oportuna”. Esta afirmación, que a primera vista podría parecer sensata, encierra en realidad un peligroso precedente para la libertad de expresión en una democracia.
La idea de condicionar el ejercicio de este derecho fundamental a esos aspectos no solo es jurídicamente insostenible, sino que también abre la puerta a mecanismos de censura. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 13, establece que la libertad de expresión no puede estar sujeta a restricciones previas que limiten el contenido de la información, salvo en circunstancias excepcionales, como la prohibición de propaganda de guerra o discursos de odio que inciten a la violencia.
La Declaración de Principios Sobre Libertad de Expresión lo ratifica con absoluta claridad: “Condicionamientos previos, tales como veracidad, oportunidad o imparcialidad por parte de los Estados son incompatibles con el derecho a la libertad de expresión reconocido en los instrumentos internacionales”.
La libertad de expresión protege no solo la difusión de información objetiva y verificable, sino también las opiniones, los juicios de valor y, en general, cualquier forma de expresión, incluso aquellas que puedan resultar erróneas, incompletas o imprecisas. El debate libre y abierto es el mecanismo natural para corregir errores, contrastar ideas y acercarse a una mejor comprensión de la realidad.
Esto es aún más importante en temas de interés general, en los que pretender que solo se difunda la “verdad” oficial se convierte en herramienta para controlar el discurso público y de restringir el debate político que gira precisamente alrededor de ideas y opiniones de carácter subjetivo.
Históricamente, los regímenes autoritarios han utilizado la exigencia de “información veraz” como justificación para reprimir la prensa y la disidencia. En varios países, leyes de este tipo han servido para perseguir periodistas, censurar investigaciones y bloquear medios de comunicación bajo el pretexto de combatir la “desinformación”.
Sin embargo, la falta de un criterio objetivo para determinar qué es verdadero y qué no, sumado a la posibilidad de errores en la información, hace que cualquier exigencia de veracidad se convierta en una herramienta totalmente discrecional y de control político. La idea de que la información debe ser “oportuna” es igualmente problemática.
¿Quién decide cuál es el momento adecuado para informar sobre un tema? En muchos casos, la demora en divulgar información relevante puede ser una forma encubierta de censura. Si la información es de interés público, restringirla por razones de oportunidad es una violación del derecho de los ciudadanos a recibirla.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido clara al respecto: la libertad de expresión tiene una dimensión tanto individual como colectiva. No solo protege el derecho de cada persona a expresarse, sino también el derecho de la sociedad a recibir información de manera libre y plural.
Condicionar la información bajo criterios de veracidad, imparcialidad u oportunidad afecta esta doble dimensión, reduciendo la capacidad de la ciudadanía para participar de manera informada en los asuntos públicos. La única limitación legítima a la libertad de expresión en lo que respecta a la difusión de información errónea es el principio de “real malicia”, que se aplica cuando una persona o medio de comunicación difunde deliberadamente información falsa con la intención de causar daño.
Incluso en estos casos, la sanción debe ser posterior y no puede implicar una restricción previa a la difusión de la información. En democracia, la verdad no se impone por decreto ni se determina en oficinas gubernamentales. Es el resultado de un proceso dinámico en el que diversas voces, perspectivas y datos compiten en el espacio público.
La mejor forma de combatir la desinformación no es a través de la censura, sino fomentando la educación, el pensamiento crítico y la pluralidad informativa. Por eso, cuando un funcionario insiste en que la libertad de expresión debe estar supeditada a la veracidad y a la oportunidad, lo que realmente está sugiriendo es la instauración de un modelo en el que el gobierno se convierte en dueño de la verdad.
Cuando el poder político se reserva la facultad de definir qué es verdadero y qué no, la libertad de expresión deja de ser un derecho para convertirse en un privilegio condicionado al beneplácito del Estado.