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jueves, abril 25, 2024

Generar más pobreza para asegurar el poder

Si hay algo en que se parecen los regímenes de tendencia socialista y las democracias conservadoras de América Latina, es que ambos propenden al aumento descomunal del aparato burocrático del Estado. Uno y otro se empecinan en ver el organigrama estatal lleno de laberintos y de ramificaciones penetrando como la hiedra, en las vidas de los ciudadanos a través de la prestación de servicios de muy mala calidad, o creando empleos a lo loco.

La tendencia megalómana de los políticos de extender los tentáculos del Estado en cada una de las esferas de la sociedad civil, está íntimamente ligada a la folclórica creencia de que sin la presencia institucional del “padre benefactor”, el destino de los individuos estará irremediablemente condenado a la muerte. En la psique no solo de los políticos, sino también de la misma población, existe la empotrada opinión de que el Estado debe resolver todos los problemas ciudadanos y, si se pudiera de manera gratuita, mucho mejor.

Irónicamente, los pobladores de las comunidades maldicen la escasez y el apocamiento de los servicios básicos, pero no están dispuestos a pagar por una mejor calidad; el sector informal quiere acumular capital sin pagar impuestos, los pobres quieren subsidios; la empresa privada demanda exoneraciones hasta para comprar un lápiz; los maestros presionan por los privilegiados estatutos, en fin: todo el devenir de los ciudadanos parece depender de la existencia de ese Leviatán inmoderado que, como el cáncer, no cesa de multiplicarse.

Y esta predisposición por lo gigantesco, bajo una racionalidad trasnochada y fuera del orden keynesiano, dicta que, entre más grande sea el aparato estatal, las posibilidades de una mayor cobertura de servicios estará asegurada. Pero eso es una farsa. Veámoslo con este simpático ejemplo: los servicios y bienes que ofrece el Estado son como echar un litro de tinte azul en una piscina de medio kilómetro cuadrado, pretendiendo teñir el agua, de ese color. En menos de un metro cuadrado, el colorante habrá desaparecido en el volumen del líquido. Así de sencillo. También la inmensidad estatal se diluye en medio de las demandas de la población que de a poco, va recibiendo menor cobertura a medida que la población aumenta. Es decir, el crecimiento poblacional es inversamente proporcional a la calidad y cobertura de los servicios públicos. Sin embargo, el enmarañamiento de los procesos agota la paciencia, y aumenta el enfado, tanto de los contribuyentes, como de los que viven de tender la mano.

La paradoja estriba en que, mientras el sector privado se achica tratando de minimizar los costos, para ofrecer servicios más rápidos y eficientes, el sector público se acrecienta regalando bonos y bolsas solidarias para satisfacer las demandas de los activistas, de cara a las próximas elecciones.

Cuando el tamaño del Estado se desproporciona y quiere llegar a una población que demanda cantidad y calidad en la cobertura, lo que provoca son dos cosas: desigualdad social, y esa maldición muy latinoamericana que es la dependencia, como complemento de la primera. Hay una lógica escondida detrás de la promoción de la pobreza: los gobiernos comienzan a convertirse en una agencia de empleos, creando más dependencia material, más activismo y, desde luego, asegurando la continuidad en el poder.

Si no existe crecimiento económico, el Estado no tiene más remedio que pedir prestado, o apretar al sector privado y a la clase media para que financie sus proyectos a partir de los asfixiantes impuestos. Al endeudarse desmedidamente, o al crear impuestos hasta para respirar, el Estado instituye la desigualdad social, desestimula la inversión y genera más pobreza, para volver a pedir prestado. De esta manera, el círculo empobrecedor se cierra, pero el titán gubernamental asegura su existencia por un ciclo más en el poder.

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