Por estos días pienso mucho en el caos que se ha desatado en el mundo, alterando el orden que conocíamos hasta hace muy poco. Anoche, precisamente, para cerrar la semana, leía el libro de Nassim Nicholas Taleb, “Antifrágil”, que explica cómo los sistemas sociales y naturales, frágiles como son, tienden a descomponerse, al mismo tiempo que, en medio de las crisis, generan mecanismos que contrarrestan los efectos destructivos.
Como si esto fuera poco, cualquier fenómeno que nos afecta de súbito suele sacarnos de base y provocarnos angustias: estallidos de conflictos, enfermedades, contingencias laborales, catástrofes, accidentes. Todo, pero absolutamente todo, está sujeto a las leyes heraclitianas del cambio, de lo sucedáneo.
Cuando no encontramos explicaciones a las perturbaciones que nos afectan, directa o indirectamente, nos sentimos en un estado de “shock”, de incertidumbres y aprensiones, dos de los peores enemigos del sosiego espiritual del ser humano. Y, sin embargo, insistimos en el afán de buscar respuestas para sentirnos más seguros.
La irrupción impetuosa de Donald Trump es apenas una muestra de esta confusión que apremia al mundo de la política, la economía, academia y medios de comunicación.
¿Cómo quedarán los mapas después de esta impensable alianza concertada entre Putin y Trump? ¿Será esta una repetición geoestratégica de lo sucedido en Yalta en 1945, cuando, en apenas 7 días, los imperios se repartieron el mundo? ¿Cuánto de esto nos afecta? Justo cuando comenzábamos a desentrañar los sucesos en Ucrania y en Gaza, se viene este aluvión tempestuoso que genera más preguntas que respuestas; que siembra dudas terribles sobre el futuro.
¿Dónde se ubica la antifragilidad, es decir, la construcción de los mecanismos de defensa que propone Nassim Taleb? No se encuentra por ningún lado; lo cual representa un peligro inminente para tomar las precauciones debidas, sobre todo para el resto de los países, antes que quedemos en medio de la vorágine y sea demasiado tarde.
Los académicos, principalmente los de izquierdas, tienden a justificar la complejidad de los cambios en términos conflictivos, por comodidad y holgazanería intelectual. Es una vieja manía científica, según explica el centenario Edgar Morin, la de despedazar y reducir la complejidad a términos sencillos, provocando una pérdida de la visión panorámica mundial.
Es como tratar de ver el universo con un microscopio. Seguir explicando los fenómenos con los viejos marcos teóricos que ya comienzan a agotarse, impide la posibilidad de brindar respuestas en términos prácticos. Las ciencias sociales se quedaron rezagadas frente a las toneladas de información disponibles en las carreteras virtuales, como el Big Data y la utilísima Inteligencia Artificial.
Lo peor que nos puede pasar, como así parece ser, es justificar la inmovilidad institucional de nuestras sociedades, como si ese desorden se encargaría hegelianamente de darnos las respuestas masticadas para aprobar sin dificultades las pruebas de la historia, mientras la corrupción, el estancamiento económico, la inseguridad y la pobreza golpean inmisericordemente a millones en el Tercer Mundo.
En el caso de Honduras, ¿Dónde deberíamos converger institucionalmente para coordinar esfuerzos locales y regionales frente al caos desatado? ¿Dónde están los sesudos análisis que versan sobre ese caos que está afectando a nuestros países? Quién sabe.
Mientras permanezcamos inmóviles, corremos el riesgo de quedar en medio de la refriega, al vaivén de las decisiones de otros, como siempre ha sido.