Sociólogo
Nadie sabe, excepto en las altas esferas del Gobierno, hacia dónde se dirige el país. Ellos lo tienen muy claro. Son pocos los que sospechan el destino final.
Las masas irreflexivas, por su lado, viven en la apatía, aceptando las cosas tal como las reciben.
La oposición política, muy a nuestro pesar, se mantiene atrincherada utilizando las viejas consignas de siempre: “más inversión, más democracia, más libertad”, pensando más en la campaña política, que en los años venideros.
Nuestro país necesita una operación ética a gran escala; una finísima intervención quirúrgica para sobrevivir y gozar de plenitud saludable.
Los analgésicos legislativos y los placebos economicistas ya no funcionan. Se precisa algo más que teorías desarrollistas: se requiere reestructurar profundamente el sistema educativo, el político y el empresarial.
Decirlo es fácil, lo sé. Cuando el CEO de una corporación decide cambiar las reglas del juego organizacional, un memorando basta para que todos bailen el mismo son.
En una sociedad, en cambio, la transformación excede la cosmética prescriptiva, el desarrollismo academicista o la fingida filantropía de los que se hacen llamar “progresistas”.
Rebasa, incluso, la teoría democrática de los más gobernando sobre los menos.
Reformar profundamente las instituciones requiere compromiso y virilidad espartana; un esfuerzo patriota y responsable. Más que económica y política, nuestra revolución debe ser moral.
Precisamos traer de regreso los valores que nos dieron éxito en algún momento, porque los universales y los absolutos -como el respeto y la honradez- nunca se han perdido: simplemente las nuevas generaciones los han tirado por la borda.
Para llevar a cabo esa revolución moral -reitero, antes que económica y política-, debemos poner la mirada en la familia y en el sistema educativo; amenazada, la primera, fracasado, el segundo.
Lo mismo decimos para la educación superior, esa misma que se encuentra divorciada por completo de la realidad nacional, ensimismada en su razón burocrática, en los formalismos improductivos o en el negocio.
Pero antes, debemos saltar un escollo que resulta casi infranqueable en tiempos donde se requiere el conocimiento científico y la lógica, para no caer en las trampas de los agoreros de izquierdas y derechas: la incultura y la baja escolaridad de la población.
Las nuevas generaciones se encuentran entregadas a una incontinencia placentera, lo que los griegos denominaban la “acrasia” y la “alogia”, es decir, débiles de voluntad y faltos de
razonamientos.
En suma: la verdadera batalla se tendrá que librar en el sistema educativo nacional.
Sin embargo, antes de levantar los estandartes de esta cruzada moral de extendidísimo rizoma, habrá que salir del compromiso electorero del 2025 para dejar en el camino las pretensiones de un sistema fracasado que tratan de imponernos.
De esa mampara que solapa la naturaleza de un poder que va por su segunda temporada: el continuismo, la cooptación de las instituciones y la proscripción de toda manifestación de libertad.
A partir del 2026, si no sucede lo peor, solo nos quedará un camino: reparar la maltrecha democracia y abrir las posibilidades de los ciudadanos, a saber: mayor libertad política, la propensión hacia el crecimiento económico y un Estado socialmente responsable.
Nada de esto se logrará sin una verdadera revolución axiológica. Sin una nueva moral que estremezca los cimientos de la sociedad entera.
Todo lo demás es pura demagogia.