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sábado, abril 27, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: Máquina de hacer delincuentes

Si una sociedad dispone de recursos suficientes para que sus miembros puedan llevar a cabo los proyectos de sus vidas, entonces, esa sociedad estará protegida por esos mismos miembros, quienes guardarán profundo respeto por la autoridad, observarán las normas jurídicas y sociales, y trabajarán con ahínco cada día, hasta alcanzar una vida plena, para ellos y su descendencia.

Por otro lado, una sociedad cuyos miembros se vean imposibilitados para satisfacer sus necesidades más elementales, como el empleo, la educación de calidad y la protección sanitaria, es una sociedad condenada al fracaso, al caos y al desbarajuste de sus instituciones.

Si los líderes de un sistema social -que no un gobierno, aclaremos-, son conscientes de cuál es el verdadero camino para seguir, entonces, apelando a la lógica, a la responsabilidad patriótica y a la visión de largo plazo, esos mismos líderes se encargarán de abrir las puertas a la bonanza y a las oportunidades varias, para que los ciudadanos pongan a prueba sus habilidades y talentos. Organizarán la sociedad de tal modo que nadie, sin excepción, quede excluido de los beneficios de la prosperidad.

En otras palabras, un sistema social donde las instituciones funcionan con un sentido de servicio sin mirar a quién, donde la empresa privada se diversifica para garantizar empleo, y el Estado se convierte en el motor principal que empuja con potencia la generación de la riqueza, es una sociedad destinada al éxito, no por cuestiones del azar, sino, como consecuencia irremediable de una decisión patriótica e histórica de líderes visionarios. A menudo pienso en John Adams cuando decía que los dirigentes de la nueva nación norteamericana debían poner en práctica las teorías de los más sabios. El tiempo le dio la razón. Por ello, cuando hablamos de “éxito” nos referimos, por supuesto, al progreso económico y cultural, y, por qué no, al tan ansiado desarrollo.

Si esto es así, ¿a quiénes deberíamos culpar por el crecimiento desmedido de la delincuencia en Honduras, donde los criminales han instaurado pequeños estados ilegales, regidos con sus propias reglas, y sin temor a ser alcanzados por el brazo de la justicia y la ley?; ¿cómo es posible que familias enteras sean desplazadas por los delincuentes, obligándolas a abandonar, en cuestión de horas, los esfuerzos de toda una vida, sin que las autoridades puedan ponerle un freno a esta desmesura? ¿Por qué tanta hipocresía frente a las cámaras y micrófonos de los medios de comunicación, exclamando como los futbolistas fallidos de nuestros equipos: “Hay que seguir trabajando”?

Aludiendo a los dos escenarios antes vistos, nuestros “líderes” optaron por la desidia y la parsimonia que caracteriza a los conductores insensatos de una sociedad. No eligieron para nuestro país el éxito ni el desarrollo, sino la miseria; por una sencilla, pero de ninguna manera obvia justificación: el poder, antes que nada. Políticos y empresarios, coludidos en el afán de hacer negocios dentro de un ecosistema cerrado, libre de los depredadores de la competencia globalizante, optaron por mantener aquellas atalayas del apocamiento y la avaricia desmedida, restándole importancia al monstruo que engendraban: el de la pobreza, el de la falta de oportunidades; el fermento de la violencia criminal.

Ante un sistema judicial inefectivo, sin un mercado abierto a las posibilidades de los talentosos, con una educación del Cuarto Mundo; bajo estas condiciones de desdicha e incertidumbre, a la gente solo le resta buscar soluciones en el paralelismo ilegal. La gente no se queda de brazos cruzados; busca alternativas de protección cuando la policía es menos que incapaz, cuando la empresa privada no oferta empleo digno, y cuando esa democracia que tenemos no abre los canales de intercomunicación. Cuando no soportamos las plagas delincuenciales, clamamos por los palos y grilletes para el disfuncional. Esta ha sido la consigna en las sociedades donde la única opción es encerrar a todos los maleantes cuando el poder es primero y la gente queda de último. A Bukele le tocó “bailar con la más fea”.

Hector A. Martínez (Sociólogo)
[email protected] 

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