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domingo, abril 28, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: El mejor y el peor gobierno

El mejor gobierno -escribió Henry David Thoreau en su ‘Desobediencia civil’es el que ha de gobernar menos”. Y no dejaba de tener razón. El mejor gobierno es el que menos presencia tiene en la vida de sus súbditos; aquel que no necesita recordarles a los ciudadanos sobre sus derechos y deberes, porque sabe que gobierna en un sistema de prosperidad y seguridad. A eso se refería Thoreau.

En todo caso, la sociedad no puede vivir desorganizada ni en anarquía; por eso se dice que el estado es un “mal necesario”. Pero una cosa es gobernar en autoritarismo, y la otra es ofrecer un ambiente donde los ciudadanos puedan vivir sus vidas en plena libertad.

El gobierno que debe gobernar menos, haciendo alusión a Thoreau, es el que respeta el acuerdo entre el poder y la sociedad civil, no el que rompe las reglas ni las cambia perversamente para imponerse y reafirmarse frente a los ciudadanos. En otras palabras, un cuerpo social integrado por un gobierno y la sociedad civil debe funcionar en la mayor armonía posible. A eso le llamamos “cohesión social”. Lo de la armonía no es una mojigatería, sino que responde al orden que debe prevalecer en toda sociedad; al respeto hacia la autoridad y -a “contrario sensu”- a las libertades de los individuos. En esto de la libertad hay mucha tela que cortar, porque resulta que la libertad no se limita a dejar a los ciudadanos en manos providenciales, sino en proporcionarle un ambiente en donde pueda desarrollarse dignamente, sin menoscabo de sus aspiraciones.

Este funcionamiento armónico no implica que debemos andar recordando las leyes para saber si cada acción nuestra es buena o mala, no. Se trata de que los individuos sepan de antemano, que para que exista un orden y un respeto, no solo se necesitan reglas, sino también un juez supremo que las haga valer sin miramientos de ninguna especie. ¿Es posible una condición de esta naturaleza en un país como Honduras? En conclusión, el respeto a la autoridad solamente es posible cuando el nivel de libertad y las satisfacciones ciudadanas inundan la atmósfera nacional, despertando en la gente el sentido de pertenencia, el orgullo nacional, y ese sentimiento tan pretendido como es el patriotismo.

En los últimos años, hemos sido testigos en América Latina de un rebrote casi incontenible de gobiernos cuyo único fin no es la sociedad civil, sino ellos mismos, aunque la propaganda diga lo contrario. La proyección social sigue siendo el ánima que resplandece en cualquiera de estos novedosos gobiernos, no importando su ideología o su agenda partidista, pero, en esencia, no es su preocupación central, de no ser que necesite votos y opinión favorable. Es más: su misión ya no es la del viejo Estado de Bienestar, sino el consorcio de amiguetes, el corporativismo y el mercantilismo.

Hoy día, estamos asistiendo al descalabro del remanente de democracia liberal que existía en el continente. En su lugar se superponen cofradías políticas de apariencia renovadora que no hacen otra cosa que inculpar y renegar del pasado, a la usanza de los revolucionarios franceses del siglo XVIII que justificaron la destrucción de un “Ancien Régime”, para enclavar un nuevo sistema político.

La tendencia de los gobiernos reformistas en la América Latina de hoy es la deshidratación de la democracia; el desdén por la higiene electoral, así como la suplantación del debate y el diálogo por el decisionismo personalista. Cosa curiosa: resurgen los viejos estandartes de la Guerra Fría en versión desteñida, que ahora nos parecen una novela de Corín Tellado a la par de estas degradaciones cuyos ingredientes principales son, el control desmedido, la conculcación de los derechos, y el absolutismo legislativo. Ese es el retrato del peor gobierno.

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

 

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