“ME encanta –mensaje de una exministra amiga– la calidez narrativa de este artículo”. Otro lector del colectivo: “Que manera más extraordinaria de darnos lecciones a diario”. Una pluma y talento maravilloso”. Un buen amigo: “Como extraño el barrio, su gente, en el que viví de niño y usted acaba de describir, tal cual, mi querido presidente”.
“Memorias imborrables de un pasado feliz”. “Descripción de un presente real pero tenso y agobiante en que tristemente vive la mayoría”.
Otro buen amigo: “La poética descripción del viejito, me hizo recordar a mi querido abuelo, con quien pasábamos tiempo de calidad, escuchando anécdotas maravillosas de su vida: Alusivo al siguiente párrafo: (Érase una vez, en época no muy lejana, una aldea encantada escondida en algún remoto rincón de la seductora geografía terrenal.
Una gavilla de niños sudorosos, fatigados del frívolo ejercicio de sus juegos habituales, llegaba en tropel al pórtico a media luz, apenas alumbrado por un candil colgante, de la pulpería de la esquina, ubicada en una calle polvorienta, cruzando la avenida principal. El fin, encontrarse, ya en la última hora del atardecer, con un amable anciano, sentado en una banca renca y destemplada – un rústico bastón colgando indiferente de un costado– a recrearse de su voz pausada y grave, con los cuentos maravillosos que les relataba, viva memoria de una sabiduría ancestral.
Era un viejecito de semblante sereno, su pelo blanco pigmentado por la tersa caricia de su crepuscular edad. Su rostro (adornado de una cautivadora sonrisa que lucía agradable entre la risada barba acicalada), lleno de suaves arrugas –asemejando esos impenetrables caminos que narran las más fascinantes historias de un intenso batallar– buriladas por los tantos años de una vida larga y plena. Su piel curtida por el inclemente sol y el invencible pasar de una plétora de primaveras; sus espesas cejas encanecidas, como techo protector a unos ojos pequeños de pupilas vivarachas, como faros, llenos de luz, atravesando la densa espesura de la neblina, irradiando la bondad profunda de un corazón sensible y de un espíritu desprendido).
Otro amigo lector: “Me gusta el editorial” “Está claro que vivimos en una sociedad donde la validación externa se ha convertido en una necesidad constante, y los «likes» en las publicaciones son el oxígeno que alimenta el ego de tantos”.
“Muchos, inclusive, hacen un esfuerzo enorme en retocar sus perfiles para lucir más «guapos o guapas», se quitan las arrugas, incluso, más de alguno hasta se reduce la barriga o agranda cualquier encanto, todo esto con el objetivo de agradar y encajar en los estándares de belleza y aceptación”.
¿Y qué no decir de quienes deben y tienen la obligación de adoptar posturas públicas? “Pues ahí tiene a muchas personas -políticos y funcionarios- que terminan sacrificando su autenticidad, adoptando posturas solo para subirse a la ola de lo que está de moda y generando opiniones en función de lo que otorga «rating», sin importar si corresponde a la verdad o no”.
“Mentir se vuelve aceptable si con ello se logra «trending» o tener más «views» en Facebook, X, Instagram o TikTok, reflejando así una realidad en la que la apariencia y la popularidad pesan más que la sinceridad y el pensamiento crítico, o lo verdadero”.
La conversación de la mamá con la nena de los cuentos: “Nena, prestaste atención al cuento ¿qué le pasó al anciano? –“Pues lo que a todos…” -¿Ajá? –“Se murió, todos vamos a morir, él vio el mundo caerse; pero yo veré más cosas que él”. -¿Y la moraleja? –“Pues, Winston ya lo dijo, el tiempo, no se detiene”. “¿Será que se les olvidó que la Malinche los entregó? Alusivo al cierre: (Como almas que se la lleva el diablo, en frenética carrera por derrotar el mañana sin haber vencido el hoy, en galopante excitación, fueron olvidando las pequeñas alegrías, las pausas para disfrutar, la serenidad para pensar, la gracia de compartir, el ánimo de leer, la virtud de conversar, el amor por la cultura, y el simple valor de convivir; todo eso se había perdido.
«Derrocharon –dijo el anciano– lo más valioso… la vida misma. Ya no la sienten, no la gozan, y cuando el tiempo se les acabe, será tarde para arrepentirse. Las agujas de un implacable reloj, siguieron avanzando, hasta el último tic…tac”. El anciano cerró sus ojos, cayendo de inmediato en profundo sueño, librándose así del apocalíptico espectáculo de ver a la humanidad desaparecer.
¿Y hay moraleja –tercia el Sisimite– en este cuento? -Pues ha de haber –ironiza Winston–hay que preguntarle a la nena de los cuentos. De momento, sería que el tiempo es el don más preciado que tenemos, y que la vida se escapa de las manos, ya que, en esta despavorida prisa por llegar, sepa Judas ¿a dónde y cuándo? quién sabe si lleguemos).