El Estado es la mejor empresa que existe en el mundo. Es la mejor, porque no se preocupa mucho por sus competidores ni le importa si los productos o servicios que ofrece son de mala calidad. Su misión no es producir el dinero, sino que otros le transfieran.
“Licenciado -me dijo una vez Obdulio Villeda, uno de los mejores financistas que he conocido, cuando le propuse un programa de desarrollo del personal de la empresa-, revise la tasa de retorno de esa propuesta; aquí no estamos en el Estado, la plata no nos la regalan”- me retó con aires de un dios justo y poderoso. Pero no dejaba de tener razón. En una organización privada, el dinero cuesta “hacerlo”, porque implica enfocar todas las fuerzas de la organización en procura de ganar mercado, atraer a los clientes y facturar para cumplir con los objetivos de los inversionistas.
La razón de ser de una empresa privada no es solo el afán de lucro, sino también el de satisfacer las necesidades de las personas. Pensemos en cuántos productos o servicios no se encuentran disponibles en Honduras que nos harían la vida más fácil y llevadera. O pensemos en el déficit de servicios que disponemos, por ejemplo, el transporte público y la seguridad.
Para mantener estable la organización, se requiere mantener las finanzas de manera sana; el flujo de caja es la mejor manera de saberlo; también la solvencia económica o la relación entre deuda y capital, entre otras no menos importantes. Para hacerle frente a los compromisos, una empresa privada debe hacer enormes esfuerzos para mantenerse en el mercado, so pena de caer en deudas, iliquidez, alta rotación del personal y la muerte.
En el Estado las cosas son diferentes: mientras existan empresas financieramente sanas, que facturen a más no poder, que sean solventes; mientras existan consumidores y empleabilidad a granel, entonces el Estado puede disponer de una buena parte de la riqueza generada por el sector privado. Esa riqueza -se supone- debe ser devuelta a la sociedad en términos de bienes y servicios “gratuitos” como la salud y la educación. Si estos servicios son de pésima calidad, o los gobiernos no saben administrar su plata, o la desvían hacia otros “costos de oportunidad política”, desde luego.
También puede ser que la plata se diluya en una enorme e inútil burocracia. O que se pierda manteniendo a miles de “líderes” gremiales que ofrecen su apoyo y solidaridad a cada gobierno a cambio de ciertos reconocimientos dinerarios. O regalando la plata -que no produce- en forma de bonos de toda suerte. ¿Han visto en los noticieros a la gente pobre clamando ayuda a los gobernantes? A eso me refiero.
En todo caso, el Estado es una enorme corporación transferidora de fondos que no admite competencia de ninguna especie, porque lo hará verse débil y disfuncional. Por esa razón rechaza la presencia de poderes menores que le hacen sombra, por ejemplo, sindicatos y gremios, y prefiere regatear que ponerse a pelear con ellos.
El peligro surge cuando el Estado nacionaliza o expropia un recurso privado, creyendo que con esta acción puede ganar más plata, aduciendo que lo expropiado es por el bien del pueblo. ¿Se imaginan si, además de la electricidad, la salud y la educación, nacionalizaran lo que comemos y vestimos?
* Sociólogo.