La malversación de fondos públicos con fines clientelistas ha sido una práctica recurrente en la política latinoamericana.
Antes del surgimiento de las redes sociales, muchas de estas irregularidades disfrazadas de asistencias sociales pasaban desapercibidas y, en la mayoría de los casos, ni los propios medios de comunicación se percataban de los abusos en el Estado.
Hoy, los estallidos por corrupción se viralizan por TikTok y “X”, solo si algún torpe funcionario activa la bomba para que se desaten los escándalos. Se trata de un problema estructural bien conocido.
En casi todos los países latinoamericanos, los funcionarios públicos actúan como si la hacienda pública fuese propiedad exclusiva del jefe de gobierno. Se parte del supuesto de que administrar un país es una forma legitimada de apropiarse de los recursos sin rendir cuentas de su destino final.
Se olvidan de que los recursos son limitados y que repartirlo a manos llenas rara vez produce el efecto esperado, por muy buenas que sean las intenciones de un gobierno.
En contraste, el sector privado enfrenta una lógica muy distinta: cada centavo producido refleja el sacrificio requerido para facturar y ganar clientes, a menos que la empresa opere bajo el proteccionismo del Estado o en condición oligopólica.
Nada se regala. Cuando ingresé a la empresa privada tras seis años operando en proyectos de desarrollo municipal, me di cuenta de que los procesos productivos exigen un rendimiento de cuentas que debe respaldarse con la debida documentación contable.
Esa experiencia dentro de una cultura de fiscalización permanente, muy diferente a la estatal, me llevó a entender que las promesas populistas ignoran los mecanismos que hacen posible la producción y la manera coordinada en que opera el mercado capitalista.
Años después de establecer las comparaciones, concluí que la raíz sociológica de la cleptomanía y el despilfarro estatal tiene tres surtidores: la noción del Estado de Bienestar convertido en clientelismo político, el mito marxista del proletariado y la mezcla entre patrimonio personal y bienes públicos.
Bajo esta inmoralidad disfrazada de falso altruismo, toda noción sobre el manejo de la hacienda pública se desnaturaliza por completo y el rol del Estado deja de tener sentido de impulso y coordinación para convertirse en una agencia de colocaciones, en un centro de beneficencia y en una financiera sin criterios técnicos ni controles contables.
De este modo se va configurando un aparato burocrático monstruoso capaz de helar al mismo Hobbes, mientras el presupuesto se destina para una red de beneficiarios que viven de las dádivas del gobierno.
Para cuando los escándalos explotan, ya sea por latrocinio, desvío de fondos o
por repartir la plata en nombre del partido o del líder,
los gobiernos sacan de su gaveta el viejo libreto justificador: que las mentiras de
la oposición, que los errores técnicos, que no sabíamos nada, que los malos entendidos.
En conclusión, el problema central no consiste en que si el Estado deba o no recurrir al presupuesto para beneficiar a los menos favorecidos, sino en la forma descarada en que se utiliza el patrimonio sin que los entes fiscalizadores hagan sonar las alarmas de la corrupción.
Cuando un Estado actúa con la seriedad contable y la vigilancia democrática, las ayudas dejan de ser una dádiva para convertirse en un verdadero instrumento de desarrollo y equidad.