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martes, mayo 6, 2025

Tolerancia y debate con altura

Como buenos latinoamericanos, en mi casa se hizo una costumbre dominical cerrarles las puertas a los Testigos de Jehová, cuando solicitaban unos minutos de nuestra atención para anunciar el Evangelio. Mala enseñanza esta que aprendimos de los mayores. Esconderse y no hacer ruido para que no lo pillaran a uno, o decir simplemente: “Estamos muy ocupados, ahí en la próxima ¿Sabe?”. Y ellos daban la vuelta con ese estoicismo religioso de siempre, sabedores que cumplieron, pese al rechazo y las mentiras. Menospreciar a “los diferentes” es un problema cultural que en nuestras sociedades nos enseñan desde niños, y que jamás pude entender hasta sentir la necesidad de escuchar, por cortesía y por adaptación social. Establecer comunicación con quienes suelen tener costumbres y pensamientos opuestos -religiosos, ideológicos, sexuales o políticos- no es cosa fácil, porque los seres humanos solemos interpretar las conductas de los otros según nuestros marcos valorativos o intelectuales. Escuchar a los otros diferentes se lo debo, en buena parte, a Octavio Paz cuya pluma fue preponderante para desterrar de mi mente los estereotipos y consignas que, en América Latina tenemos por costumbre convertir en piedras filosofales, principalmente en el ámbito académico. Entendí que la pluralidad a la que el Nobel mexicano alude en sus obras reclama no solo la aceptación hacia los otros, sino también -y más importante aún-, afirma y confirma el respeto por las libertades que se originan, precisamente, en las relaciones individuales, y que se prolongan hasta el plano colectivo cuando asumimos responsablemente la tutela de las instituciones, incluyendo a los partidos políticos y el Estado.

Solo así se construye la democracia, y solo de esta manera se asegura la convivencia de los unos con los otros -o con los “diversos”, como decía Hannah Arendt-. De eso precisamente se trata la política. Cuando el entendimiento no es posible, entonces, los extremismos y los fundamentalismos ocupan el lugar del diálogo, y sobreviene la descalificación personal y las persecuciones que son las formas más despreciables de borrar del mapa a los diferentes. Lo que debemos combatir con sólidos argumentos son las ideas, pero jamás a los portadores de estas. Es una frase hecha, pero verdadera. Incluso, la verdad, que es una sola, debe ser planteada en términos mesurados para convencer a los oponentes. Hoy en día, los grupúsculos ideologizados procuran imponer su verdad prescindiendo de la convicción –que otorga la razón–, aplicando con saña la descalificación y la arrogancia. Incluso si los desnudamos con evidencias. Pero esa ansiada victoria ya no se obtiene por medio de la elegancia del debate o la crítica con fundamento, como hacían los pensadores de antaño, sino a través del juzgamiento y la desautorización del señalado, las mismas tácticas utilizadas por el estalinismo en la antigua Unión Soviética, y la forma más ruin para borrar al temido contrincante. A ello hay que agregar el penoso papel que desempeñan los cobardes anónimos en las redes sociales, cuyas opiniones subjetivas tienen mayor peso que las ideas que muestran certidumbre científica. Desterrar o excluir a quienes piensan diferente -la vía más despreciable del debate ideológico-, me recuerda mucho a los piadosos Testigos de Jehová, a quienes en mi casa, como en la suya, les cerrábamos las puertas por desidia reflexiva, por miedo o por ignorancia, y porque nos creíamos superiores.

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