La imagen de estos pueblos es contraria a la de los “pueblos de encanto”, de los cuales se habla en México e incluso en Honduras.
Se trata de un lenguaje turístico que se emplea con el fin de atraer a los visitantes de afuera y de adentro del país, porque de hecho existen pueblos pequeños encantadores tanto por su arquitectura, su pasado prehispánico como por su historia colonial y republicana.
Hay que ponderar que en Honduras existen verdaderos “pueblos de encanto” cerca de la capital y en el interior del país.
No digamos en algunos recodos paradisíacos de playas lejanas, entre Trujillo y Brus Laguna, que podrían ser la envidia en otras partes, pero que mayormente se encuentran abandonados o trajinados por los delincuentes.
De los pueblos en estado de abandono es lo que deseamos ahora discurrir.
Aun cuando el término de “pueblos gastados” podría ser hasta cierto punto discutible, pues significaría que en algún momento remoto experimentaron un satisfactorio empuje.
La verdad es que los pueblos con apariencia de desgaste es que así se encuentran quizás desde antes de la Independencia de América Central.
Para decirlo con lenguaje periodístico azorinesco, se hallan congelados en el tiempo y el espacio porque nunca ocurre nada extraordinario, excepto cuando se escenifican las venganzas fratricidas de unos grupos contra otros.
Son pueblos solitarios y pequeñitos sumergidos en una rutina desoladora. Al sólo entrar un viajero, él observa una plaza central, una iglesita católica y el único signo de supuesta modernidad que se atisba es un billar lleno de ociosos y un restaurante chino.
Las casas son de adobe y de bahareque, repintadas con cal y con puertas que chirrían por causa del óxido del tiempo y por descuido de sus habitantes.
La gente camina a paso lento; saluda de vez en cuando; los perros callejeros ladran y los vaqueros amarran sus bestias de montar en las trancas de la mencionada plaza central.
Nada ocurre y “nada nuevo hay bajo el sol”. La pobreza campea por todas partes en los pueblos gastados.
Hay aburrimiento y tristeza. No hay signos de verdadero desarrollo que se salga de los cauces de la monotonía.
Los campesinos “ricos” arrean sus tres vacas y su único caballo para “aguarlos” por las tardes, en el riachuelo o en la quebrada.
Los campesinos “pobres” por su parte, se acuclillan en una esquina o se esconden detrás de un fogón esperando la tacita de café de las tres de la tarde.
Los niños, que son la esperanza del futuro, van y vienen de las escuelas destartaladas,
en caso que todavía no se hayan caído del todo las paredes que desde hace décadas han estado en ruinas.
En esas escuelas no hay ningún libro ilustrativo ni una sola computadora ni nada.
En el mejor de los casos los habitantes de las aldeas y pueblos gastados sereúnen en un corredor o en los patios de sus casas alrededor de una fogata a contarse unos a otros los cuentos y los chistes archisabidos hasta el hartazgo.
O las nuevas invenciones populares. Allá a las cansadas montan una fiesta patronal que pareciera un oasis en el desierto.
Se alegran unos tres días y a veces se topan a balazos y a “machetazo limpio”. Si queremos a Honduras y pensamos de verdad en nuestros paisanos, debiéramos buscar y encontrar los mecanismos que ayuden a superar la rutina y el atraso de estos pueblos aludidos, que merecen mejor suerte que la que han experimentado durante decenios, como si todavía se encontraran en el siglo diecinueve.
El impulso económico y educativo es vital para salir de la pobreza relativa, de la miseria y de la modorra centenaria.