¿Cuántos planes y proyectos deben hundirse en San Pedro Sula antes de que aceptemos que la falta de comunicación clara es una receta infalible para el desastre? La ciudad a menudo presume de su dinamismo y crecimiento, pero bajo la superficie, los equipos de trabajo se ahogan en discusiones estériles, confusiones constantes y una alarmante indiferencia institucional. Es inconcebible que, a estas alturas, sigamos justificando los mismos errores de siempre: no establecer canales transparentes, no definir responsabilidades y no dar seguimiento a los acuerdos. San Pedro Sula no puede darse el lujo de patinar eternamente en la ineficiencia mientras buena parte de sus proyectos se tambalean o mueren en la línea de arranque.
Lo más preocupante es la recurrencia de fracasos que, en lugar de provocar una reacción inmediata, parecen aceptarse como parte del paisaje local. ¿De qué sirve invertir en grandes obras o iniciativas comunitarias si los involucrados carecen de espacios para dialogar, advertir problemas y corregir el rumbo? Cada tropiezo se repite con una exactitud casi cínica: reuniones sin objetivos claros, reportes tardíos, malentendidos que se prolongan hasta que ya es demasiado tarde para salvar la situación. Y lo peor es que esta irresponsabilidad no solo consume recursos: también destruye la confianza de la ciudadanía, que ve cómo se despilfarran fondos e ilusiones sin obtener resultados tangibles.
En numerosos proyectos en la ciudad, el simple hecho de no definir quién toma las decisiones y cómo se comparten los avances ha generado un ambiente de caos y suspicacia. Liderazgos ausentes o tibios permiten que cada miembro del equipo interprete las metas a su antojo, mientras la gente afuera se pregunta por qué no hay resultados contundentes. ¿Cómo esperamos impulsar el desarrollo de San Pedro Sula si a nivel organizativo pareciera que seguimos anclados en la era de la improvisación? Resulta patético que, en un mundo hiperconectado, aún sea recurrente la excusa de la “falta de recursos digitales” o la “escasa familiaridad con la tecnología” para justificar la desinformación y el desorden.
La realidad es mucho más cruel: una parte significativa de quienes dirigen o participan en estos proyectos carece de la determinación y el interés suficientes para establecer lineamientos nítidos. Se repite la absurda creencia de que “una comunicación estructurada es una molestia innecesaria” cuando el proyecto es “pequeño” o “simple”. Esa falacia no solo ignora el tamaño real de los retos de la ciudad, sino que además consolida la cultura de la negligencia. Con cada nuevo fiasco, se alimenta un círculo vicioso de desconfianza, fricciones internas y promesas incumplidas.
San Pedro Sula no puede progresar si sus iniciativas, grandes o modestas, se convierten en un ir y venir de rumores, llamadas no respondidas y reuniones sin dirección. Muchos responsables, ante la falta de resultados, prefieren culpar a factores externos o a la falta de tiempo. Pocos admiten que su propia incapacidad para coordinar esfuerzos y establecer una comunicación fluida es el verdadero detonante del desastre. Y esto no afecta solo las megaobras: hasta las campañas barriales, los proyectos culturales y las mejoras a la infraestructura básica sufren la misma suerte de desorganización e ineficiencia.
El impacto no termina allí. Cada vez que un proyecto fracasa por mala comunicación, se siembra más escepticismo en la población. La gente se hastía de escuchar sobre “planes innovadores” o “soluciones mágicas” que, al final, quedan en promesas huecas o plazos incumplidos. Esa desilusión termina por dañar la participación ciudadana y entorpecer aún más la capacidad de San Pedro Sula de reinventarse. Es un ciclo autodestructivo que podría romperse simplemente reconociendo la importancia de una comunicación efectiva, pero pareciera que algunos siguen aferrados a la costumbre de la improvisación.
No hay atajos para cambiar esta realidad: requiere voluntad firme, liderazgo coherente y un compromiso inquebrantable con la transparencia. Sin canales de información fiables, reuniones bien diseñadas y roles definidos, cualquier proyecto—por prometedor que sea—está condenado a desvanecerse en el caos. Y, a decir verdad, el costo de esta irresponsabilidad colectiva es demasiado alto para una ciudad que aspira a ser referente nacional. Mantener prácticas obsoletas y descuidar la comunicación equivale a sellar nuestro propio destino de fracasos repetidos. Si de verdad anhelamos una transformación real, es hora de asumir que la comunicación no es un lujo ni una idea opcional: es la columna vertebral de todo progreso.