“Nadie quiere tener poco poder”, escribió Robert Greene en su popularizada obra “Las 48 leyes del poder”. Aunque el manual de Greene es rico en recomendaciones sobre cómo controlar a los demás, la verdad es que, si no entendemos la esencia de las relaciones jerárquicas, es bastante probable que, en lugar de ejercer dominio sobre los otros, nos convirtamos en víctimas pasivas de una potestad no deseada y tiránica. O nos volvamos unos déspotas.
Las muestras de obediencia que le debemos al poder las vamos encontrando a lo largo de nuestras vidas: en nuestros padres, en Dios, los profesores, jefes, la policía. A cada uno le debemos subordinación moral, en unos casos, o una sumisión legal-racional, en otros.
Este pacto está estipulado en códigos no escritos, como en casa, o bien tipificados en los reglamentos, tal es el caso de la escuela o el trabajo. Todos estos poderes constituyen una “autoridad” con reglas establecidas que nosotros acatamos sin remilgos. Cuando decimos, “iré a votar para elegir a nuestras autoridades”, ya sabemos que se trata de un acuerdo previamente acordado entre el sistema político y la sociedad civil.
Dependiendo de la forma de ejercer el mando, no todos los poderes se ganan el respeto en cuanto autoridad moral y legal. En sociedades con instituciones débiles, donde prima la corrupción estatal, la proclividad a romper las normas es bastante alta. El respeto a la autoridad se pierde porque las fallas legales y morales provienen de aquellos que exigen subordinación y reciprocidad en las conductas de los ciudadanos.
Estos, a su vez, van siendo testigos de que el esfuerzo que hacen a diario no guarda correspondencia con las exigencias del sistema, es decir, el modelaje de los funcionarios se muestra inmoral, enviciado y pernicioso. Cuando el poder se ejerce en un sistema político que ofrece las oportunidades y recursos suficientes, es decir, donde la disponibilidad de empleo, justicia, protección ciudadana y movilidad social ascendente están a la orden del día, los ciudadanos son menos propensos a romper las reglas y los valores culturales.
Por el contrario: cuando un sistema político es incapaz de brindar libertades de elección –como diría Niklas Luhmann– y, frente al desencadenamiento de los reproches y de una lucha incesante por ganar un lugar en las decisiones del poder, por mínimas que estas sean, la única respuesta que queda es la mentira, la demagogia, el populismo y, en casos extremos, la inevitable represión.
Si el poder se muestra represivo, los ciudadanos no tienen por qué obedecerlo. Cuando los derechos se pierden por abusos permanentes –como en Nicaragua o Venezuela–, los ciudadanos pueden contestar, como escribió Camus en “El hombre rebelde”, con un “NO” y un “SÍ” rotundos; una negativa como rechazo y una afirmación para reconocer el valor de la dignidad humana.
La oleada autoritaria que hoy amenaza a Latinoamérica es una muestra de lo que decimos. Algunos gobiernos que exceden los límites constitucionales y que exponen su incapacidad institucional están acudiendo a una violación cada vez más progresiva de los derechos humanos, que a su vez exige de la sociedad civil y de sus organizaciones gremiales la unificación granítica y una acción generalizada para contrarrestar el peligro de los poderes dictatoriales. No vemos otra salida.