Cuando los militares se saltan el alambrado de la democracia es porque desde el otro lado del valladar los políticos ambiciosos les hacen la señal del “ven aquí”. Como la carne es débil, la seducción surte efecto inmediato, sobre todo si la integridad de los primeros no está bien cimentada y los segundos actúan como “cipotes” irresponsables sin medir las consecuencias de sus travesuras.
Una vez consumado el desliz, comienza la lenta agonía de la democracia: “La paga del pecado es la muerte”, dice la Biblia. Es decir, los militares latinoamericanos deberían de revisar sus antecedentes de participación política. Unas veces fueron utilizados como sufragáneos de fuerzas extranjeras, otras como salvaguardas de las élites y hasta de muros de carga de regímenes autoritarios.
En suma: los poderes civiles los han movido antojadizamente, al grado que cuando no los tienen de hidalgos en las cortes, los relegan al simple papel de gendarmes. Desde los días de Juan Domingo Perón, el prurito de los militares por entrarle al poder ha dejado un saldo de penosos resultados.
Así, la megalomanía de Rafael Leónidas Trujillo, la inmortalidad de Alfredo Stroessner, el “entrepreneurship” dinástico de Anastasio Somoza o el nacionalismo de Juan Velasco Alvarado legitimaron la presencia militar en la vida de las “polis”, aunque la contribución a la democracia y al progreso no haya mejorado con los gobiernos de facto.
Tampoco les fue nada bien con la llamada “Doctrina de la Seguridad Nacional”, que les granjeó entre mi generación una especie de respeto y ojeriza por el saldo sangriento que dejó la “Dirty War”, hasta que la consumación de la Guerra Fría los obligó a almacenar los fusiles. A partir de ese hito histórico quedaron relegados apagando incendios forestales o vacunando mascotas en las comunidades.
Hasta que apareció Hugo Chávez en escena, devolviéndoles la estima perdida y otorgándoles la oportunidad metafísica de una sagrada trinidad conformada por el caudillo, el pueblo y el ejército, promesa que garantizaría un lugar en el poder perpetuo.
Aunque los militares de espíritu democrático vieron con recelo la exhortativa chavista, tampoco dejaron de pensar en ella. Con la propuesta del coronel socialista se activaba lo que ya creían enterrado y les causaba morriña: la entelequia de una misión gloriosa, por un lado, y la posibilidad de entrarle a los negocios personales, por el otro.
Todo ello a pesar de la propensión dictatorial y del quiebre de la débil democracia nuestra. Hoy en día, mientras los politicastros juegan con las constituciones y alteran la estructura democrática, los militares que los acompañan en la aventura autoritaria se olvidan del rol que los civiles les han asignado históricamente en el reparto.
Si bien es cierto que ningún proyecto sería posible sin la aquiescencia militar, la complicidad tiene un alto costo en términos de prestigio y responsabilidad futura. Es claro que ante el desorden que impera en el mundo, los principios militares han entrado en colapso, pero, tanto ellos como los políticos tentadores, deberían advertir que los sistemas en estos tiempos son frágiles y rápidamente cambiantes.
Lo que hoy parece inequívoco y firme, al día siguiente se vuelve inconsistente y etéreo. Por eso los militares deben tener cuidado con la señal seductora del “ven aquí” que les hacen los politicastros.