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viernes, mayo 3, 2024

La sangre pesa

Mi abuelo paterno, en paz descanse, solía decir que “la sangre es más espesa que el agua”. Recientemente estas palabras han estado retumbando en mi subconsciente. El contexto a que se refería mi abuelo es que el vínculo sanguíneo entre parientes o nexo entre descendientes del mismo pueblo es tan fuerte que no se puede olvidar fácilmente.

Soy orgullosamente de nacionalidad hondureña pero descendiente en séptimo grado del Estado de Palestina. Por mi lado paterno provengo de la familia “Makhael” originarios de ”Beyt Jala”, un pueblo ubicado al sur oeste de Jerusalén. Por mi lado materno “Hazboun”, oriundos de Belén, pueblo donde nació Jesucristo.

En 1908, mi bisabuelo por parte de padre, previendo el deterioro en la estabilidad de la región, toma la dura decisión de emigrar de estas tierras y aventurarse hacia las Américas. No tenía un destino específico per se, se bajó del barco en la ciudad portuaria de La Unión, en El Salvador. Quizá lo atrajo el calor humano que sintió en sus habitantes, o la belleza natural de sus alrededores. Allí se estableció con su familia y comenzó de nuevo. En 1915 nace mi abuelo quien años después decide migrar hacia la vecina República de Honduras donde encontró su esposa y formó familia.

A pesar de mis raíces palestinas, no he tenido la oportunidad de visitar y conocer Tierra Santa. Tampoco he aprendido a hablar árabe. Dentro de las cosas que me atan a estas tierras lejanas, aparte de mis apellidos, es un vínculo culinario. Inicia desde pequeño ya que nunca hizo falta en mi casa los enrollados de hojas de parra de uva rellenos con arroz y carne y el marmahón con garbanzo y pollo. Me recuerdo de mi bisabuela materna pasando largas horas en la cocina preparando delicadamente estos platos para que toda su familia pudiera deleitarse de ellos. En cada bocado se palpaba el amor con que los había preparado. Había uno especial que se llamaba “orejas de gato”, que, para no sorprender al lector, paso a explicar que es un tipo de ravioli relleno de carne en forma casi circular emulando una pequeña oreja, servido en una sopa de mantequilla blanca.

Mi padre siempre me ha explicado que nosotros somos descendientes de la rama de palestinos cristianos, una minoría que representa actualmente menos del 2 % de la población total árabe en el Estado de Palestina. La mayoría de sus habitantes son de religión musulmana. Un censo del 2009 tasa la población total árabe cristiana en palestina en tan solo 50,000 personas. En síntesis, y tristemente, cada vez van quedando menos palestinos cristianos en la tierra que vio nacer a Jesucristo redentor.

Hace unos años me hice una prueba popular de genética con saliva “23andMe”, los resultados fueron que en un 98.6 % provengo de la región denominada árabe levantino, específicamente de los alrededores de Belén. Se denomina árabe levantino a un dialecto del idioma árabe que se habla en la región del Levante mediterráneo, que incluye partes de Siria, Líbano, Palestina y Jordania.  Levant, proviene de la palabra francesa “lever” que significa levantarse o levantar, en alusión a las costas mediterráneas del Este, donde nace el Sol.

Siete generaciones después y sin poseer ningún rasgo o distintivo notablemente árabe, la genética me recuerda mi origen. ¡La sangre pesa!

Escribo estas letras pasado de medianoche y no logro conciliarme con el sueño porque llevo días sintiendo la necesidad de escribir mis sentimientos sobre lo que está ocurriendo entre Palestina e Israel. Me levanté de la cama porque me recordé de las palabras de Judy Blume, escritora estadounidense, que dice: “¿Sabes qué? El caso es que nadie escribe a menos que sea necesario. Así que, si tienes que escribir porque está dentro de ti, entonces hazlo.”

Hay palabras o mensajes que uno siente la necesidad de escribir porque arden por salir de adentro. Escribo porque rebalsó mi vaso, por más que trato de no ver tanta noticia negativa acerca de la guerra y masacre entre los hermanos israelitas y árabes, por más que cierro los ojos ante las imágenes que circulan en las redes sociales denotando actos de crueldad entre ambos bandos, quedo marcado con un profundo dolor y pesar. Dolor que se transfigura en un enorme sentimiento de empatía y compasión. A pesar de que estamos a casi 12,000 km de distancia y que no conozco individualmente a las personas que sufren a diario tanta barbarie, me duele. Especialmente cuando se trata de muertes inocentes de adolescentes y niños con un futuro por delante. No tiene nombre y no hay causa alguna que lo justifique.

Duele ver tanto derramamiento de sangre sin pudor. Increíble en el mundo actual donde vivimos que algo así puede estar ocurriendo. Sé que esto no es ajeno a lo que sufren en otras regiones del mundo y conflictos geopolíticos. Al final, toda la sangre humana es del mismo color. Hay un proverbio hebreo que dice: “Si un soldado supiera lo que piensa el otro, no habría guerra”.

¡Ya basta con tanta matanza!

Considero que en este momento quien tiene el sartén por el mango y quien puede ponerle pausa a esta pantagruélica muerte es Israel. No pretendo exponer las motivaciones que llevaron a ambos pueblos llegar a este punto o dilucidar sobre quién tiene la razón, sino alzar plegarias de oración para que entre conciencia en los tomadores de decisión para que reflexionen hacia dónde quieren llegar. Si el objetivo ulterior es acabar por completo la población Palestina alrededor de Israel, no lo lograrán.

Esto lo describió muy bien el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal cuando proclamo: “Nos quisieron enterrar, pero no sabían que éramos semilla”. Don Ernesto expresaba su dolor por la muerte de Adolfo Báez Bone, quien intentó derrocar a Anastasio Somoza. Derivando esta frase de un epitafio en la tumba del Báez que dice:

“Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo,

pero desde entonces todo el territorio nacional es tu sepulcro;

o más bien: en cada palmo del territorio nacional en que

no está tú cuerpo, tú resucitaste.

Creyeron que te mataban con una orden de ¡fuego!

Creyeron que te enterraban

y lo que hacían era enterrar una semilla”.

Que no se interpreten mis palabras como que estoy a favor de lo que los crímenes cometidos por Hamás y el derramamiento de sangre israelita. Todo lo contrario, tengo excelentes amigos tanto practicantes de la religión judía como de descendencia israelí y he aprendido mucho de ellos y de su historia y sufrimiento. Hace poco leí un libro de Shimón Peres, un gran estadista y líder israelí que admiro y que dijo: “Sabíamos una verdad inevitable: uno no hace las paces con sus amigos. Si lo que buscamos es la paz, debemos tener el coraje de buscarla junto con nuestro enemigo”.

Peres tiene toda la razón, ya que todas las acciones que hagan ambas partes para dividir en vez de buscar convivencia común lo que hará es alimentar aún más el extremismo. Las imágenes de muertes sin sentido que vemos a diario dan coraje y causan repudio. No es posible observar y quedarnos mudos. Dice un proverbio chino: “Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”. Ojalá deje pronto de correr la sangre entre estos pueblos hermanos. Al final del día ambos, según estudios recientes de genética, son hijos de Abraham. Mi padre siempre me ha dicho “no hay peor pleito que uno entre hermanos”.

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