HUBO un tiempo, hace más de veinte años, en que se pusieron de moda conceptos llamativos tales como los de “reingeniería empresarial”, “reconversiones”, “privatizaciones”, “mercadotecnias”, “reformas curriculares” y “calidad total”. Todo parecía muy atractivo y sugerente.
¿Pero hasta dónde aquellos discursos podrían echar raíces en sociedades atrasadas como la nuestra? Es una pregunta que sigue pendiente a pesar de los vendavales físicos y morales de Honduras, porque se demostró que eran funcionales transitoriamente en otras partes.
Pero en nuestro país, salvando las meras formalidades momentáneas, aquello se volvió imposible. De tales conceptos quizás los más atractivos fueron los de “reformas curriculares” y el de “calidad total”.
Vinieron a Tegucigalpa expertos extranjeros a inyectar en nuestros ánimos aquellas jergas novísimas. Pero en lo que respecta a las reformas curriculares la pregunta concreta que nunca se contestó es qué cosas leían los profesores hondureños en los cuatro costados del país.
Y qué cosas les enseñaban a los jóvenes. Los profesores se entregaron a la tarea de mejorar sus hojas curriculares sacando cursos y maestrías con el propósito principal de mejorar sus escalafones o salarios.
No en elevar sus niveles de conocimientos. Ni mucho menos en trasmitir cosmovisiones edificantes a sus alumnos. Desde entonces surgió la mala costumbre de atiborrar de tareas a los pobres estudiantes, sin lecturas previas, con el fin inconsciente que las susodichas tareas las resolvieran los padres de familia en sus casas, recurriendo a los teléfonos móviles y, en el mejor de los casos, a las computadoras.
El problema atravesado como un “iceberg” fue también (y sigue siéndolo) el nivel cultural de los padres de familia o de sus allegados. El de “calidad total” fue un vocablo más atractivo, en tanto que podía ser aplicado en todas las empresas públicas y privadas sin importar el nivel académico real de los trabajadores.
Eran unas conferencias y unas frases dirigidas a motivar (¿en un cien por ciento?) el alma de los empleados de las oficinas y de los obreros de cualquier estructura nacional e internacional.
Pero en el fondo se trataba, más bien, del sector de “ventas de servicios” que era lo más prometedor, hace veinte años, en los negocios globales. Hoy sabemos que algunos países prosperaron con los negocios terciarios y que otros se quedaron a la zaga por motivos que es imposible analizar en un solo contexto.
Lo de “calidad total” significaba entre otras cosas y en forma condensada, que un producto terminado debería responder a la premisa propagandística con la cual se prometía lanzarla al mercado. Además, el producto debería cubrir las expectativas de ganancias proyectadas.
De lo contrario se quebraría el principio de calidad total. Otra forma de decirlo, en la actualidad, es que el producto de que se trate cubra los estándares globales.
Claro está que es totalmente factible que una mercancía determinada, en alguna parte del mundo, alcance la calidad total esperada.
El problema se levanta como un “geiser” en el camino incógnito cuando tiene que considerarse el factor humano, que es la principal palanca de las fuerzas productivas de cualquier sociedad, con todas sus complejidades.
Por eso en un sentido contrario a lo primero, el concepto que más bien tendríamos que trabajar es el de “calidad humana”, que es intemporal y tiene validez en cualquier época de la historia de las civilizaciones.
La calidad humana es un término multidimensional que abarca desde las rutinas individuales hasta los más grandes quehaceres universales.