Ya conocemos el nombre de quienes competirán por dirigir el país en los próximos años. Con la declaratoria oficial de elecciones primarias, ha comenzado una etapa de definiciones que va más allá del ejercicio democrático: inicia también una discusión sobre qué tipo de gobierno necesitamos para enfrentar un mundo radicalmente distinto al que conocíamos.
La economía global atraviesa un proceso de transformación profunda. Estados Unidos, nuestro principal socio comercial, ha implementado políticas comerciales sin precedentes, aplicando aranceles recíprocos a un amplio espectro de países.
Esta medida, lejos de ser un episodio aislado, refleja un cambio de paradigma en la política económica internacional, caracterizado por el ascenso de un orden multipolar, más fragmentado, más competitivo y menos predecible.
En este nuevo contexto, Honduras no puede darse el lujo de repetir modelos de gobernanza anclados en la improvisación o la consigna ideológica. Esos enfoques, que han producido más estancamiento que soluciones, hoy resultan ineficaces y peligrosamente obsoletos.
El país necesita, con urgencia, un gobierno que combine visión estratégica con capacidad real de ejecución; un liderazgo que comprenda la complejidad del entorno global y actúe con sentido práctico, apoyado por criterios técnicos y metas alcanzables, no por prejuicios ni narrativas vacías.
La retórica sin resultados ya no es una opción y gobernar sin método, en este contexto, es condenar al país a la irrelevancia. El pragmatismo será, sin duda, una cualidad decisiva. Gobernar hoy exige tomar decisiones basadas en evidencia, datos y análisis técnico, no en impulsos ideológicos.
En un mundo donde los márgenes de error son cada vez más estrechos, Honduras necesita líderes que entiendan que las políticas públicas eficaces no responden a dogmas, sino a diagnósticos sólidos y objetivos nacionales claramente definidos.
En ese sentido, el nuevo gobierno debe reunir al menos cuatro atributos fundamentales. Primero, competencia técnica. No basta con voluntad política, se requiere un equipo capaz de interpretar tendencias globales, como el nearshoring, la reconfiguración de las cadenas de suministro o el endurecimiento de la política comercial estadounidense, y traducirlas en oportunidades concretas para el país.
Esto exige un Estado más inteligente, no más grande. Segundo, una visión internacional activa. Honduras debe abandonar el rol pasivo en la arquitectura global y pasar a una política exterior profesional, orientada a abrir mercados, atraer inversión estratégica y posicionar al país en una economía mundial en reconfiguración.
Negociar con criterio, actualizar marcos jurídicos y establecer alianzas útiles serán tareas permanentes. Tercero, institucionalidad productiva. No habrá desarrollo si seguimos atrapados en un aparato público ineficiente, fragmentado y en muchos casos contradictorio consigo mismo. La tramitología excesiva, la incertidumbre normativa y la débil coordinación entre instituciones no solo desincentivan la inversión, sino que también erosionan la confianza del sector productivo y de los ciudadanos.
El próximo gobierno debe impulsar una reforma del Estado que vaya más allá de los cambios cosméticos o de la creación de nuevas entidades; se necesita una transformación profunda orientada a resultados. Esto implica digitalización de procesos, eliminación de duplicidades regulatorias, revisión integral del régimen de permisos y licencias, y una cultura institucional que premie la eficiencia y penalice la pereza.
La seguridad jurídica debe dejar de ser una promesa; debe convertirse en una política de Estado aplicada de forma coherente por todos los órganos de gobierno. Asimismo, la infraestructura pública, desde carreteras hasta redes digitales, debe ser concebida como un habilitador del crecimiento, no como un fin en sí mismo.
Reducir los costos operativos para quienes generan empleo no es un favor, sino una condición mínima para que el país compita en un entorno global cada vez más exigente. Y cuarto, coherencia práctica en la acción pública. Ese pragmatismo mencionado antes debe expresarse en el manejo fiscal, en la política energética, en las relaciones laborales, en la gestión territorial.
No se trata de “modelos” de desarrollo prefabricados, sino de políticas adaptadas a la realidad nacional, pensadas para resolver problemas concretos, medibles, urgentes. El país no puede darse el lujo de otro ciclo de promesas sin contenido, ni de gobiernos atrapados en narrativas polarizantes.
Este es un momento que exige madurez, responsabilidad y, sobre todo, claridad de propósito. La próxima administración no será evaluada por sus discursos, sino por su capacidad de posicionar a Honduras en un mundo donde la competencia ya no es solo entre empresas, sino entre Estados que saben lo que quieren y cómo conseguirlo.
Frente a este nuevo orden global, el mayor riesgo para Honduras sería la incapacidad de adaptarse. Esto nos exige ser estratégicos, realistas y eficaces. En resumen, profundamente pragmáticos. Esa será la diferencia entre avanzar o quedarnos al margen de la historia.