Vivimos tiempos de profunda división y apasionamiento político que nos alejan del entendimiento mutuo.
En Honduras, marcada por la desigualdad y la injusticia, la polarización crece como una niebla que oscurece el debate democrático.
Surge entonces la pregunta: ¿es posible la reconciliación? ¿Cómo evitar que la violencia verbal de nuestros líderes desemboque en una tragedia mayor? Tal vez, en el eco de la historia, encontremos respuestas.
La división que vivió la antigua Roma, con sus facciones enfrentadas y la lucha constante entre optimates y populares, es solo un eco distante de lo que ocurre en nuestras plazas y calles hoy.
Al igual que en tiempos pasados, las discusiones políticas se han transformado en duelos de agresión, donde no se busca el entendimiento, sino la aniquilación del adversario.
Las redes sociales se han convertido en el foro donde se libra esta batalla moderna, con un lenguaje afilado que cala hondo y divide a los ciudadanos, arrastrándolos a una espiral de enfrentamiento sin retorno.
La inmediatez con que se difunden los mensajes, la velocidad del juicio y el alcance de las opiniones vertidas sin mesura, construyen una realidad en la que el otro no es simplemente un interlocutor, sino un enemigo a derrotar.
Las agresiones verbales, las calumnias, las descalificaciones lanzadas al aire como flechas envenenadas configuran un escenario político peligroso por sus efectos inmediatos y que erosiona la confianza social.
En este ambiente de polarización extrema, se agita el temor de que la violencia, que en los últimos años ya ha teñido el país con su oscura sombra, pueda encontrar en la política una nueva justificación.
¿Dónde termina el discurso y empieza la agresión? La línea es delgada, casi invisible, y basta con un empujón para que lo que se plantea como una diferencia política se convierta en un conflicto social de mayor escala.
Recordemos, como advertía Albert Einstein, que “la paz no puede mantenerse por la fuerza, solo se puede conseguir por medio de la comprensión”.
¿Qué ocurrirá si, en lugar de entendernos, decidimos aislarnos tras las murallas de nuestras ideologías?
A menos de un año de las elecciones, la violencia política ya se respira en el aire, en cada intervención cargada de odio, en cada amenaza velada lanzada en un mitin o en las plataformas digitales.
Las palabras ya no buscan iluminar, sino atizar el fuego de un resentimiento colectivo. Sin embargo, la solución no radica en la censura, ni en el control de las redes sociales, como algunos sugieren con la esperanza de sofocar el incendio.
Cerrar las puertas de la libertad de expresión es como tratar de apagar un incendio con gasolina.
La verdadera tarea es otra: se trata de volver a darle sentido a lo que decimos y a lo que escuchamos. Una de las primeras lecciones que debemos aprender es que la política debe retornar a su esencia: el arte de la negociación, la palabra que edifica, el compromiso que trasciende los intereses particulares.
Es necesario que los líderes del país dejen de lado el uso de la violencia simbólica que se expresa en palabras cargadas de odio y construyan, en su lugar, un discurso más inclusivo, capaz de pensar en el bien común, no solo en la victoria personal.
Lo que necesitamos hoy no es más de lo mismo: más insultos, más gritos, más desconcierto. Necesitamos algo más audaz y revolucionario: necesitamos escuchar.
Esta necesidad de escucha nos remite a figuras históricas como Mahatma Gandhi, quien durante los momentos de mayor polarización en la India supo construir puentes, no con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la palabra calma.
Como él mismo dijo: “La violencia es el miedo a los ideales de los demás”. Pero el diálogo no puede florecer en un terreno envenenado por la ignorancia, la desinformación y la impunidad.
Es imperativo, por lo tanto, fortalecer los lazos de la educación cívica, para que los hondureños comprendan el valor de la democracia, el respeto a las instituciones y la importancia de una participación informada.
El filósofo y sociólogo John Dewey afirmó que “la democracia necesita educación”, y es en las aulas y en los foros de debate donde se debe cultivar el respeto por las diferencias.
De cara a las elecciones de 2025, es urgente sanar nuestras heridas y reconocer nuestras diferencias como parte de un sueño común.
La reconciliación no nace de la confrontación, sino del compromiso de políticos, líderes y ciudadanos de construir un futuro juntos.
Está en nuestras manos elegir si avanzamos hacia la unidad o caemos en la división. La palabra debe ser luz, no fuego, para guiar a Honduras hacia una democracia más madura y una convivencia más armoniosa.