INSTALADA la Asamblea Nacional Constituyente cuyo cometido consistió en redactar una nueva Constitución que diese vida al Estado de Derecho, la presidencia recayó en el líder paceño del Partido Liberal. No porque ese partido tuviese suficientes votos para imponerse, ya que, como decíamos ayer, sorpresivamente ganó las elecciones, pero sin mayoría absoluta. El partidito cuyo diputado por residuos era el fiel de la balanza, –a quien los nacionalistas le ofrecieron presidir la asamblea– en un gesto de decencia política declinó diciendo que, si los liberales habían ganado las elecciones, correspondía a un liberal presidir la Constituyente. Debido a lo anárquico que resultaron ser las primeras discusiones en el pleno, la presidencia nombró una Comisión Coordinadora –de la cual formamos parte, trasnochando en el estudio de los tratadistas del derecho constitucional y de otros textos jurídicos para poder terciar con abogados– integrada por diputados selectos de las tres fuerzas políticas, a la que dieron la encomienda de consensuar los artículos que se someterían a discusión en el Hemiciclo Legislativo.
(La Comisión Coordinadora se reunía todos los días en largas jornadas de trabajo antes de las sesiones ordinarias convocadas para horas de la tarde, contrastando los distintos proyectos elaborados, consultando otras constituciones, discutiendo las iniciativas presentadas hasta obtener una mejor redacción y contenido de los artículos, dando estructura conceptual y jurídica al nuevo texto constitucional y, virtud de los consensos alcanzados, llegar al pleno a dar explicaciones y a defender lo acordado. Gracias a ello el curso de las deliberaciones mejoró notablemente. Obviamente que los liberales preferían tomar conceptos sacados de la Constitución de 1957, mientras los nacionalistas la de 1965. Sin embargo, era el fruto del convencimiento razonado en el debate lo que tenía la última palabra). Mientras la Constituyente cumplía con su misión de entregar una nueva Constitución, encargaron el gobierno provisional al jefe de Estado bajo cuya iniciativa se realizó la convocatoria a la Constituyente. La primera escaramuza afloró cuando dirigentes políticos fueron a engatusarle el oído que debían nombrarlo presidente legítimo con todas la de ley y con derecho a vetar artículos aprobados en la asamblea. Ambas cosas absurdas, ya que no había tal vigencia de la Constitución anterior ya que los militares supeditaron su legalidad “en lo que no se opusiera a los decretos del jefe de Estado en consejo de ministros”, para invocar un derecho al veto. Además, porque el gobierno no era constitucional –si por eso se redactaba una Constitución que entraría en vigencia a partir de su aprobación– sino que interino, transitorio, por delegación; y lo toral, que la Constituyente al instalarse había asumido todos los poderes del Estado.
Sin embargo, capeando el neblinoso temporal, dieron una salida salomónica con otro absurdo, designando “presidente constitucional provisional”, al jefe del Ejecutivo. El gabinete fue integrado con funcionarios civiles propuestos por los partidos políticos. Sin embargo, logramos convencer al líder liberal –pese a que a varios de sus cercanos y viejos colaboradores se les quemaba la miel por ir de ministros en el Ejecutivo– no aceptar cargos conflictivos para no compartir la responsabilidad del desgaste gubernativo, y así no empañar el discurso de cara a unas nuevas elecciones. Ese fue el otro asunto espinoso. El mismo círculo de los “señores feudales del rodismo” estimulaban una elección de segundo grado: convertir al presidente de la Constituyente en presidente de la República. Repitiendo lo de Villeda Morales, cuando la Constituyente de 1957 lo eligió presidente de la República para luego convertirse en congreso ordinario. (Aquello ocurrió, con aval del liderazgo militar de entonces, a cambio de la autonomía constitucional de las Fuerzas Armadas). Otra vez, argumentamos que, si se habían ganado las elecciones de la Constituyente con todo en contra, ya en un ambiente de más confianza y mayor equilibrio de condiciones, una elección general directa se ganaría con muchos más votos. Además, así como estaban distribuidas las fuerzas de la Constituyente, sin mayoría absoluta, el poder de decisión descansaba en el partido bisagra. Demasiado riesgo gobernar de esa manera y superar la delicada transición de los militares a los civiles, cuando el gobierno constitucional todavía estaría sometido a las presiones e influencia de los uniformados que no se resignaban del todo a soltar completamente el poder. (Fue allí, entre otras incidencias –entra el Sisimite– con la restauración del Estado de Derecho, el inicio de esta última etapa democrática. Más elogiosa todavía, ya que Honduras emprendía su ruta de ascenso institucional republicano –como ejemplo en la región– cuando todavía los vecinos se desangraban en violentos conflictos armados en la lucha por el poder. -¿Qué diferencia entonces –ironiza Winston– cuando la política era cosa de Estado no de poses, ni de mates, ni de apangadas, ni de bailoteo, ni de Twitters. Sí, la política siempre ha tenido encrucijadas, sus gavetas, sus escondites y sus escapes escurridizos. Pero no es de quebrarse la cabeza para detectar diferencias entre lo más alto y lo más bajo. ¿Cuándo fue que toda aquella cultura política se perdió? Quizás, los que atiendan las clases que se imparten, si gusta matricularse uno que otro que no estuvo entonces, en los orígenes, e ignora la historia antigua, agarren lo dicho, no tanto como inspiración sino como reflexión; que de algo sirva para diferenciar entre lo divertido y lo sustancioso. Entre lo serio y lo ridículo. Entre lo genuino y lo cosmético. Entre la lectura para culturizarse, y la frívola diversión para la ociosidad. Y si no es mucho pedir, elevar la barra de los comportamientos, las actuaciones y del hoy estéril debate público. A ver si otro día continuamos con los cursos de historia política).