“Usted –mensaje del amigo abogado sampedrano– escribe mucho sobre este tema, por lo que creo que este artículo le gustaría”. Se trata de un excelente artículo de la filóloga y escritora, autora de “El Infinito en un Junco”, que publica en un diario español: “Era una promesa tentadora. – inicia el artículo– La utopía del tercer milenio presagiaba la comunicación sin límites”.
“Con la superación de antiguos tabúes, la aparición de los teléfonos inteligentes y la exuberancia de amistades en redes sociales, el futuro auguraba un desconocido esplendor de conversaciones y conexiones”. “Y, sin embargo, hoy nos descubrimos atrincherados mentalmente y más solitarios que nunca”. “Aunque compartimos una honda sed de atención y escucha, hacemos oídos sordos y nos hablamos con hostilidad o indiferencia”.
“En todas partes aflora una queja recurrente: la falta de consideración”. “Unas pocas personas reciben todo el reconocimiento, mientras una inmensa mayoría se siente desatendida, acallada y aislada”.
“Buena parte de las conversaciones cotidianas son distraídas y rutinarias. Se arrojan palabras al vacío para llenar el tiempo y conjurar la incomodidad”. “Nos educan para temer el silencio como algo hostil, pero lo esquivamos con torpeza”. “Seríamos personas distintas si los encuentros que decidieron el rumbo de nuestra vida hubieran sido menos mudos y superficiales, si de verdad hubiéramos intercambiado pensamientos”.
“Quizás este mundo hechizado por la exuberancia de información empieza a añorar el placer –y el poder– de la conversación”. Como dijo Luis Buñuel: «Yo adoro la soledad a cambio de que un amigo venga a hablarme de ella».
“Theodore Zeldin recuerda dos momentos decisivos en la crónica de los hallazgos parlantes de nuestra especie”. “La primera de esas etapas estelares tuvo lugar cuando la filosofía griega descubrió el diálogo”. “Hasta entonces, el modelo de aprendizaje era el monólogo: el hombre sabio o el dios hablaban, y los demás escuchaban”.
“Los tempranos filósofos helenos proclamaron que los individuos no podían ser inteligentes por separado, sino que necesitaban el acicate de otras mentes. Sócrates fue el primero en sostener audazmente que dos personas pueden aprender interrogándose mutuamente y examinando las ideas heredadas hasta detectar sus fallos, sin atacarse ni insultarse”.
“Sócrates admitía con humor que, siendo extraordinariamente feo, luchó por demostrar que todo el mundo puede resultar hermoso por su forma de hablar”. “Aquel caudal desembocó en Roma. Cicerón, líder político y pensador, heredó la misma fascinación por las palabras entretejidas en común”. Afirmó que «quien entabla una conversación no debe impedir entrar a los demás, como si fuera una propiedad particular suya; debe pensar que, como en todo lo demás, también en la conversación general es justo que haya turnos». (Fin de citas).
(¿Te acordás –tercia el Sisimite– a propósito, de la conversación que tuvimos el otro día? Vivimos en tiempos gelatinosos, cuando la sociedad pareciese matriculada en esa contagiosa cultura de lo efímero y lo transitorio. -Claro que recuerdo –interviene Winston– de la sociedad líquida de Zygmunt Bauman, pasamos a la etérea vaporosidad de lo gaseoso. Se sufre de una nociva adicción hipnótica a las pantallas y los chunches tecnológicos. Se trata de un gigantesco club de zombis inmersos en la frágil volatilidad de cosas insignificantes. Una colectividad hambrienta de apetito insaciable de distracción y ansiosa de notoriedad. Individuos queriendo ser algo que no son, disparando por redes el cianuro de odiosidad y por sus aplicaciones digitales –obsesionados por los “likes”, padeciendo de una fobia enfermiza de pertenecer– un basural de dislates y de estupideces.
Desinformados que aborrecen la verdad, pero hechizados por las teorías de conspiración. Y ya que, igual, detestan el abecedario, transmiten la ráfaga de sus estados de ánimo, con pichingos no con palabras. Prisioneros de burbujas que solo reafirmen el evangelio de su dogmático parecer. Viviendo en la más fría soledad, aislados del contacto personal, cara a cara. Sedientos de cosas que no duran. Tristemente, han apocado lo más valioso, la gracia de disfrutar de esos pequeños momentos que son regalo de felicidad a la vida. Han erosionado los vínculos humanos, la fibra familiar, el imperioso valor de la vecindad, como de la comunidad).