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domingo, mayo 5, 2024

Helsinki: ¿Qué más se puede pedir?

He regresado a esa tierra extraña que es Finlandia, y convivir, por unos pocos días, con la cultura de orden que se respira en las calles, cafés y plazas de Helsinki, su capital. También para disfrutar de las maravillas arquitectónicas y de lo amistoso de su gente.

De Tallin a Helsinki, y viceversa -tal como hacían los antiguos vikingos-, crucé las gélidas aguas del Báltico, a través de un “ferry” de varios pisos, que más parece un “mall” lleno de tiendas y bares, y de gente que conversa casi en secreto. En medio de tantas islas vaporosas, imaginé ser como el viejo Wainamoinen -el héroe de la Kalevala, la famosa antología de Elías Lönnrot-, alborotando, como niño en alberca, las aguas que bañan imperturbables las costas escandinavas.

Tierra extraña y misteriosa para quien no la conoce, Finlandia resulta impactante a primera vista, sobre todo si la temperatura en otoño se encuentra a cero grados, con sensación de menos 2, una verdadera flagelación para alguien acostumbrado al horno que es el Valle de Sula. Al llegar al puerto, uno se encuentra con el “comité de bienvenida” compuesto por decenas de bulliciosas gaviotas que acompañan en algazara a los turistas, hasta el viejo mercado de Vanha Kauppahalli. Adentrarse en este mercado que data de 1904 es toda una experiencia gastronómica, en especial si se disfrutan los emparedados de reno o los de salmón escandinavo.

Y luego vienen las paradas obligatorias: la limpísima Plaza del Senado, que hace conjunto con la Catedral de Helsinki, ambas resguardadas por la estatua de “El Buen Zar”, como le llamaron los finlandeses a Alejandro II de Rusia. Muy cerca se yergue el Ateneum, el museo más importante de Finlandia -que alberga pinturas de Van Gogh y de Goya-, sin olvidar la impresionante catedral de Uspenski, de arquitectura típicamente rusa, construida entre 1862 y 1868.

Además del aire limpio, uno puede percibir los vientos de inclusión cultural en cada resquicio de la ciudad. De hecho, las demandas sociales en Finlandia -objeto de presiones y conflictos en América Latina- ya ni siquiera se exigen: se celebran, por lo que no resulta extraño ver publicidad sobre conmemoraciones, desfiles y mítines, en cualquier calle o plaza de Helsinki.

Una mañana apareció en las pantallas electrónicas de los tranvías, la invitación a una manifestación en apoyo a Palestina. Por la tarde, me acerqué para presenciar de cerca el mitin – autorizado para cierto espacio-, y a los protestantes que enarbolaban banderas, sin griteríos desbordados ni choques contra las fuerzas policiales. Uno deduce que, en esas sociedades, la libertad de expresión es un acuerdo irrenunciable entre la autoridad y los ciudadanos. Así deberían funcionar las cosas en nuestros países.

A propósito, y a pesar de la dureza de las leyes antinmigrantes de Europa, en Helsinki existen centros de atención médica gratuita para todo migrante indocumentado, con el propósito de evitar situaciones más severas para el paciente, que se conviertan en un costo oneroso para el sistema sanitario finlandés.

Posdata. Ningún visitante puede perderse el espectáculo que ofrece la Biblioteca Central de Oodi, una joya arquitectónica moderna de tres pisos, con cafés – ¡en medio de los libros! -, espacios para música y talleres abarrotados para personas de la tercera edad. Decenas de jóvenes con sus “laptops” y móviles, permanecen concentrados en sus quehaceres, abarrotando las gradas internas dispuestas para grupos de estudio, y bajo un silencio casi sepulcral, que solo a través del sentido de la vista uno puede comprobar la presencia humana. Estoy hablando de un sábado a las 7 p.m.

Así es Finlandia, así es Helsinki, una sociedad extraña y lejana para un latinoamericano; ordenada, culta, y con la mejor educación del mundo. Además: bella, fresca, inclusiva y diáfana. ¿Qué más se puede pedir?

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