Imagine una pared de agua de hasta medio kilómetro de altura, rugiendo sobre el océano a cientos de kilómetros por hora. Es la fuerza aterradora de un megatsunami, una catástrofe natural tan poderosa que parece sacada de la ciencia ficción.
Sin embargo, esta amenaza es real y podría impactar regiones de Estados Unidos como Alaska, Hawái y la Costa Oeste, donde la combinación de volcanes activos, zonas sísmicas y deslizamientos de tierra crea un cóctel explosivo.
A diferencia de los tsunamis convencionales, usualmente provocados por terremotos submarinos, los megatsunamis suelen originarse por el colapso de volcanes o gigantescos deslizamientos de tierra que lanzan millones de toneladas de roca al mar, desplazando violentamente el agua.
Un caso histórico y una posibilidad futura
Uno de los ejemplos más alarmantes en la historia moderna ocurrió en 1958, en la bahía de Lituya, Alaska.
Un terremoto desató un deslizamiento de tierra que lanzó 90 millones de toneladas de roca al fiordo Gilbert, generando la ola más alta jamás registrada: 520 metros. La ola fue tan poderosa que arrancó árboles a gran altura y dejó una cicatriz visible en el paisaje, como si una navaja hubiera cortado el bosque.
Hoy, los científicos siguen vigilando la región, donde el derretimiento de glaciares podría generar escenarios similares.
En el otro extremo del mapa, el volcán Cumbre Vieja, en la isla canaria de La Palma, ha sido protagonista de una hipótesis escalofriante.
Según un estudio de 2001 de los científicos Simon Day y Steven Ward, un colapso de su flanco occidental podría arrojar hasta 120 millas cúbicas de roca al océano, generando un megatsunami de hasta 150 pies de altura que cruzaría el Atlántico y golpearía la costa este de Estados Unidos.
Aunque muchos expertos consideran este escenario poco probable, la idea ha cobrado notoriedad gracias a la serie de Netflix La Palma, que dramatiza este potencial desastre desde la mirada de una familia atrapada en medio de la erupción.
Hawái: volcanes inestables y un pasado que deja huellas
Las islas volcánicas de Hawái también tienen una historia marcada por megatsunamis. Hace unos 105.000 años, una ola de 300 metros azotó la isla de Lanai, dejando restos fósiles marinos a gran altitud.
Estos eventos han sido provocados por colapsos volcánicos masivos, similares al riesgo que representa Cumbre Vieja.
Los científicos advierten que volcanes como Kilauea y Mauna Loa, en la Isla Grande, siguen activos y con laderas inestables.
El Kilauea, de hecho, terminó su última erupción el pasado 6 de mayo, tras varios meses de actividad.
La posibilidad de un colapso parcial podría generar olas de impacto devastador para las islas vecinas.
La Costa Oeste: la herida sísmica de Cascadia
La zona de subducción de Cascadia, que se extiende frente a la costa noroeste de Estados Unidos, representa uno de los riesgos sísmicos más serios del país.
El 26 de enero del año 1700, un megaterremoto de magnitud 9 generó un tsunami que arrasó la aldea indígena de Pachena Bay. No hubo sobrevivientes.
El fenómeno fue tan poderoso que sus efectos se registraron incluso en Japón, donde un tsunami «fantasma» golpeó las costas sin explicación aparente.
Hoy, el Servicio Geológico de EE.UU. (USGS) estima una probabilidad del 37% de que un sismo similar ocurra en los próximos 50 años.
Si eso sucede, ciudades costeras como Astoria, Tillamook o Newport podrían enfrentar olas de hasta 30 metros y daños permanentes.
El factor climático: acelerador del riesgo
En Alaska, el cambio climático está haciendo su parte. El derretimiento de glaciares, como el glaciar Barry, está desestabilizando las laderas y aumentando la probabilidad de deslizamientos de tierra catastróficos.
En 2020, 14 científicos advirtieron que un colapso en el fiordo Harriman podría generar un megatsunami comparable al de la bahía de Lituya.
Prepararse ante lo inevitable
A pesar de que algunos escenarios como el de Cumbre Vieja siguen siendo objeto de debate, los riesgos reales de megatsunamis en Alaska, Hawái y la Costa Oeste son innegables.
Las autoridades, junto con investigadores y organismos como FEMA, trabajan en sistemas de alerta temprana, monitoreo geológico y planes de evacuación.
Sin embargo, la magnitud de estas amenazas requiere no solo vigilancia científica, sino también educación comunitaria y preparación constante.
En un mundo donde la naturaleza puede desatar su furia sin previo aviso, estar preparados es la mejor defensa.