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miércoles, abril 24, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO: Consumidores de mentiras políticas

Todos aceptamos de mala gana que los políticos son unos mentirosos, y que la mentira es tan personal como el traje y la corbata que viste el funcionario público y el dirigente partidista.

¿Por qué mienten los políticos sin temer a las críticas que vendrán cuando se descubra la engañifa, o a pesar de la realidad percibida que refuta los discursos mediáticos y la riada de “post” en Twitter?

Podemos estimar que la mentira se presenta de dos maneras diferentes en los grupos políticamente organizados: en tiempos de elecciones, y durante el ejercicio administrativo, una vez llegados los partidos al poder. Durante las campañas políticas, las mentiras se plasman en una oferta de cosas deseables para el público votante, con el propósito de suscitar entusiasmo, e inclinar la balanza hacia el lado del que promete cielo y tierra. Los asesores de imagen, esos sabihondos cantinflescos que han aprendido -según ellos- a “leer” la realidad, como si se tratara de un partido de futbol, sugieren a los políticos publicar ficciones que encenderán las pasiones de los votantes; incluso apelando al “sex appeal”, como el caso de Nayib Bukele en El Salvador. Es decir, lo importante no estriba en decir la verdad, sino en convencer y alcanzar el poder, no con fines democráticos, sino con propósitos puramente particulares.

Cuando se llega al poder, la mentira oficial juega un papel de primer orden en la búsqueda de opinión pública favorable, un elemento clave que puede legitimar o desacreditar la imagen de un gobierno. Y sobre esa base existen demasiados intereses de por medio, tanto para la supervivencia del partido en el poder, la estabilidad del gobierno, o los negocios que se hacen a la sombra de éste.

Pero hay una razón que le da vida a la mentira política: las circunstancias y el papel que juega la confidencia como una técnica para esconder los desaciertos del poder. Todo poder gobierna sobre la base de dos avenidas: la pública que engalana la retórica con sofismas y artilugios demagógicos; y la privada, que es la verdad vedada a los ciudadanos. En los últimos años, los gobiernos de América Latina se han visto obligados a mentir cada cinco minutos, ante la incapacidad política de satisfacer las demandas sociales de las mayorías. La ineptitud es de tal magnitud, que, en lugar de reconstruir sobre las ruinas de la economía, se enfatiza en los desaciertos de los gobiernos anteriores para justificar la tardanza de las respuestas sociales. La propaganda oficialista suele arremeterla contra el neoliberalismo, las élites tradicionales corruptas, o el saqueo presupuestario, al mismo tiempo que exculpa al gobierno actual de cualquier retraso en la agenda pública.

Así pues, aunque la mentira crea una sensación de ambigüedad y confusión, todos sospechamos de los discursos de gobiernos y políticos, porque la verdad se descubre con el paso del tiempo, y en la experiencia propia del diario vivir; es decir, ya no somos una sociedad manejada con los hilos de la propaganda, como antaño: las mentiras se ven venir antes que el gobernante las escriba en Twitter. A pesar de ello, seguimos esperanzados en los cambios. Aunque los salvadoreños vitoreen a Bukele, un día descubrirán la esencia de su proceder demagógico. A Hitler también le aplaudían.

Que les creamos o no, nada de eso parece importarles a los gobiernos: hay quienes aseguran que en las mentiras políticas que se esparcen a diario radica el propósito del poder: aislar a los ciudadanos para que no distingamos entre lo verdadero y lo irreal; engendrar confusión y miedo, y precipitar las decisiones en una sola dirección: la que lleva a los gobiernos a alcanzar sus objetivos políticos. Vuelta al ciclo: nuevas elecciones, nuevas esperanzas, y más mentiras que seguiremos consumiendo.

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

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