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viernes, marzo 29, 2024

EL UNICORNIO IDEOLÓGICO Autoritarismo: enfermedad infantil de la democracia

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Hace unos días me reencontré con el libro de Alain Rouquié “A la sombra de las dictaduras: la democracia en América Latina”. Cuando terminé de leer algunos párrafos subrayados, fui a revisar los portales de los principales periódicos del mundo, y coincidentemente, me topé con algunas publicaciones y columnas sobre el tema del autoritarismo y los gobiernos autocráticos que se han vuelto a poner de moda en América Central.

Una de ellas era una nota de la Agencia EFE donde aparece el escritor nicaragüense -ahora en el exilio-, Sergio Ramírez, en un coloquio en las Cortes de Aragón denominado “El escritor y la libertad de expresión”, y la otra, una columna de José Afana de La Prensa Gráfica de El Salvador, titulada “Esclerosis antidemocrática”. No se necesita tener dos dedos de frente para concluir que vivimos en una atmósfera amenazante en la región centroamericana, que está engendrando una incendiable polarización entre el poder político, por un lado, la empresa privada, la clase media, la iglesia y la prensa, por el otro.

Hice un collage mental sobre lo que pude recordar de la obra de Rouquié y los espacios periodísticos repasados en los últimos meses, y llegué a la conclusión de que nos enfrentamos a una situación muy peligrosa, que no tiene nada que ver con el surgir de un amanecer democrático en el continente, como justifican los nuevos autócratas. En realidad, se trata de una tendencia absolutista que proviene indistintamente desde las derechas y las izquierdas -y hasta de los mismos “outsiders” carentes de ideologías-, que pretende, a través de un cambio generacional, sustituir a los grupos oligárquicos que han detentado el poder desde hace más de cien años.

La primera advertencia de los autócratas es trastocar paulatinamente las relaciones del poder tradicional, bajo el subterfugio ideológico de una nueva sociedad con inclusión social, aunque la discusión técnica sobre el crecimiento económico no aparezca por ningún lado. No al menos con fundamentos serios. La lógica funciona irracionalmente al revés: mientras no borremos los símbolos del antiguo régimen, no podemos hablar de progreso económico.  Ese tema queda “para después”. Pero ya sabemos que, si se instala un gobierno de izquierdas, sus líderes no querrán saber de nada que sepa a mercado y a empresa privada. Si el nuevo gobierno es de derechas, se da por descontado que una nueva generación de políticos ambiciosos tratará de desplazar a la vieja casta de empresarios, ocupándose de los mismos negocios, en los mismos mercados cautivos de siempre. Es decir, el crecimiento económico se reduce a un mero discurso. Mientras todo esto ocurre, la población trata de subsistir en medio del desempleo galopante, recibiendo servicios públicos de cuarta categoría. O migrando. Toda esta locura es el producto de una especie de ingenuidad irresponsable de políticos imberbes que han logrado alzarse con el poder, a causa de la insensatez y la ignorancia de los electores. Y porque no había más opciones en el supermercado electorero.

¿A qué se debe este fenómeno que se está extendiendo rápidamente, sobre todo en países con serios problemas económicos, atrasados culturalmente y mal posicionados en las tablas mundiales sobre el desarrollo? Es decir ¿por qué en lugar de esa aborrecible estrategia para permanecer en el poder durante décadas mediante el torcimiento de las constituciones, decretos malintencionados y pleitos infecundos, no se anuncia un plan transparente, dialógico y consultivo para impulsar el desarrollo económico?

Creo, como Rouquié, que nuestros políticos padecen de una enfermedad infantil que afecta a la democracia; o peor aún: nuestros políticos -de izquierdas y derechas-, poco ilustrados, analfabetos de la filosofía política, no avizoran las consecuencias sociales y económicas que provocarán sus ansias desmedidas de hacerse millonarios a costa del Estado. Por eso prefieren la concentración del poder, porque, al someter las instituciones fiscalizadoras, pueden decidir sin oposición, mientras que, en democracia, habrá que rendir cuentas de sus actos.

 

 

 

 

 

 

 

 

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